Dar Veter lanzó al otro lado el cable de seguridad y avanzó por la viga de apoyo en dirección al refulgente carro de la Osa Mayor. Un gigantesco tubo estaba adosado al futuro sputnik en toda su longitud. En sus dos extremos se elevaban unos triángulos agudos que sostenían enormes discos irradiadores de un campo magnético. Cuando se instalasen las baterías que transformaban en corriente eléctrica la radiación azul del Sol, sería posible desembarazarse de las ataduras y desplazarse a lo largo de las líneas de fuerza magnética con placas de guía en el pecho y la espalda.
— Queremos trabajar de noche — resonó inesperadamente, en su casco hermético, la voz del joven ingeniero Kad Lait —. ¡El comandante del Altai ha prometido dar luz!
Dar Veter miró hacia abajo, a la izquierda, donde, como peces dormidos, pendían enganchados varios cohetes de carga. Más arriba, bajo un dosel plano que protegía de los meteoritos y del Sol, se cernía una plataforma provisional, de planchas de revestimiento interior, en la que se clasificaban y montaban las piezas traídas por los cohetes. Allí agolpábanse los trabajadores, semejantes a oscuras abejas, o a luciérnagas cuando la superficie reflectora de sus escafandras salía de la sombra del dosel protector.
Una red de cables partía de las negras escotillas abiertas en los costados de los cohetes, por las que eran descargadas las piezas grandes. Más arriba, encima mismo de la armadura del sputnik, un grupo de hombres, en posturas extrañas y a veces cómicas, andaban atareados con una enorme máquina. En la Tierra, un solo anillo de bronce de berilio recubierto de borazón habría pesado sus buenas cien, toneladas. Pero allí, aquella mole pendía dócilmente, cerca del esqueleto metálico del sputnik, de un fino cable destinado a igualar las velocidades integrales de rotación alrededor de la Tierra de todas aquellas piezas, sueltas aún.
Cuando los trabajadores se hubieron acostumbrado a la ausencia de la fuerza de la gravedad, mejor dicho, a lo ínfimo de ella, recobraron su destreza y la seguridad en sí mismos. Pero pronto aquellos hábiles operarios debían ser relevados por otros, pues un largo trabajo manual sin pesantez provocaba una alteración en la circulación de la sangre que podría perdurar y convertir al hombre en inválido a su regreso a la Tierra. Por ello, cada uno trabajaba en el sputnik no más de ciento cincuenta horas; luego volvía a nuestro planeta después de reaclimatarse en la estación Intermedia, que giraba a una altura de novecientos kilómetros sobre el globo terráqueo.
Dar Veter, que dirigía el montaje, procuraba no hacer demasiado esfuerzo físico, pese a que a veces sentía vehementísimos deseos de acelerar una u otra tarea. Debía permanecer allí a una altura de cincuenta y siete mil kilómetros, durante varios meses.
Autorizar el trabajo nocturno significaba abreviar el plazo de envío a la Tierra de sus jóvenes amigos y tener que pedir un nuevo equipo de relevo antes del tiempo señalado.
La segunda planetonave de las obras, el Barion, se encontraba en la llanura de Arizona, donde Grom Orm observaba las pantallas de los televisores y los cuadros de las máquinas registradoras.
La decisión de trabajar sin pausa, incluso durante la gélida noche cósmica, reduciría considerablemente la duración del montaje. Y Dar Veter no podía renunciar a esa posibilidad. Recibida la autorización, los hombres de la plataforma de montaje se dispersaron en todas direcciones y empezaron a tender una nueva red de cables, más complicada aún. La planetonave Altai, que servía de vivienda a los trabajadores y pendía inmóvil al extremo de la viga de apoyo, soltó de pronto los cables rodillos que ligaban su escotilla de entrada a la armadura del sputnik. Largas llamas saltaron cegadoras de sus motores. El enorme casco de la nave viró silencioso y rápido. Ni el menor ruido se expandió, a través del vacío, por los espacios interplanetarios. Unas cuantas revoluciones de los motores bastaron al experto conductor del Altai para elevarlo suavemente a una altura de cuarenta metros sobre el lugar de las obras y volver sus proyectores de aterrizaje hacia la plataforma. Entre la nave y la armadura se tendieron de nuevo los cables-guía, y toda aquella multitud de objetos heterogéneos, cernidos en el espacio, quedó en una inmovilidad relativa, continuando al propio tiempo su rotación alrededor de la Tierra a una velocidad de cerca de diez mil kilómetros por hora.