Los cohetes se unieron a sus semejantes en torno a la plataforma de clasificación. Dar Veter, de un impulso, se trasladó al otro lado de la armadura y encontróse en medio del grupo de técnicos que dirigía la descarga. Se habían reunido para discutir el plan de trabajo nocturno. Dar Veter dio su asentimiento al mismo, pero exigió que se sustituyesen todas las baterías individuales por otras nuevas que asegurasen, durante treinta horas, el caldeamiento continuo de las escafandras, a más de suministrar fluido a las lámparas, los filtros de aire y los radioteléfonos.
Las obras se sumergieron por entero en las abismáticas tinieblas de la noche, pero la débil luz zodiacal, suave y grisácea, procedente de los rayos de sol diseminados por los gases de las capas superiores de la atmósfera, continuó esclareciendo el esqueleto del futuro satélite, yerto a un frío de ciento ochenta grados bajo cero. La superconductibilidad molestaba aún más que durante el día. Al menor desgaste del aislamiento de los diversos aparatos, baterías o acumuladores, los objetos próximos se rodeaban del nimbo azulado de la corriente que se esparcía por la superficie, haciendo imposible encauzarla en la dirección necesaria.
La impenetrable oscuridad del Cosmos había sobrevenido en unión de un frío aún más intenso. Brillaban las estrellas con un fulgor punzante, como agujas azules. El invisible y silencioso vuelo de los meteoritos causaba en la noche mayor espanto. Abajo, en la oscura superficie del globo y en los flujos de la atmósfera, surgían multicolores nubes de eléctrico resplandor, centelleantes descargas de enorme longitud o franjas, de miles de kilómetros, de luz difusa. Vientos huracanados, más fuertes que los peores ciclones terrestres, desencadenaban sus furias allá abajo, en las capas superiores de la envoltura aérea. La atmósfera, saturada de las radiaciones del Sol y del Cosmos, seguía entremezclando activamente la energía, dificultando de un modo extraordinario la comunicación entre las obras y el planeta natal.
Súbitamente, algo cambió en aquel mundillo perdido en las tinieblas y el espantoso frío.
Dar Veter no discernió al pronto que la planetonave había encendido sus proyectores. La noche parecía más negra, habían palidecido las fulgurantes estrellas, pero la plataforma y la armadura se destacaban netas, perceptibles, en la blanca luz. Al cabo de unos minutos, el Altai disminuyó la tensión. La luz se tornó amarilla y menos intensa.
La planetonave economizaba la energía de sus acumuladores. Y de nuevo, como en pleno día, empezaron a moverse los cuadrados y las elipses de las planchas del revestimiento, los enrejados de los tirantes y vigas, los cilindros y tubos de los depósitos, encontrado poco a poco su lugar en el esqueleto del satélite.
Dar Veter buscó a tientas la jácena transversal y se agarró a unos asideros de ruedas adosadas a unos cables verticales. Apoyando con fuerza un pie en la viga, tomó impulso y ascendió. Ante la misma escotilla de la planetonave, apretó los frenos de los asideros y se detuvo a tiempo para no chocar contra la puerta cerrada.
En la cámara de transición no se mantenía la presión normal terrestre, para evitar las pérdidas de aire cuando entraban y salían los numerosos trabajadores de las obras. Por ello, Dar Veter, sin quitarse la escafandra, pasó a una segunda cámara, construida temporalmente, y desconectó allí su casco hermético y sus baterías.
Desentumeciendo sus miembros, cansados de la escafandra, y recreándose con la vuelta a la pesantez normal, Dar Veter penetró con paso firme en el puente interior. La gravitación artificial de la planetonave funcionaba sin pausa. ¡Qué inmenso placer sentirse hombre, sólidamente afianzado sobre un suelo firme, y no una leve mosquilla voltejeando en el inestable e inseguro vacío! La suave luz, el aire templado y un blando sillón invitaban a arrellanarse cómodamente y entregarse al reposo, sin pensar en nada. Dar Veter experimentaba el placer de sus antepasados, que le extrañara en un tiempo en las novelas antiguas. Después de un largo viaje a través del desierto frío, el bosque húmedo o las montañas cubiertas de hielo, el hombre entraba en la acogedora vivienda: la casa, la chabola o la yurta de fieltro. Y entonces, como allí, en la planetonave, unas finas paredes le separaban de un mundo inmenso y peligroso, hostil a él, le guardaban el calor y la luz, brindándole el descanso para recuperar fuerzas y meditar sus futuras empresas.
Dar Veter resistió a la tentación del sillón y del libro. Tenía que comunicar con la Tierra, pues la luz encendida en la altura durante toda la noche podía alarmar a los hombres de los observatorios que vigilaban la marcha de las obras; además, había que prevenir que el relevo se necesitaría antes del plazo acordado.