Se imaginaba grandiosas salas con herméticas cajas de caudales repletas de filmes y mapas; armarios con bobinas de grabaciones magnetofónicas o de películas de máquinas mnemotécnicas, y estanterías llenas de muestras de compuestos químicos, aleaciones y medicamentos; animales disecados, ya desaparecidos, en vitrinas transparentes e impenetrables a la humedad y al aire; herbarios, esqueletos petrificados de pueblos del planeta, ya extinguidos. Después, se figuraba placas de silicol protegiendo lienzos de los más famosos pintores, verdaderas galerías de esculturas de magníficos representantes de la humanidad, de sus más grandes hombres, y obras maestras de escultores animalistas… Maquetas de famosos edificios, inscripciones conmemorativas de célebres acontecimientos inmortalizados en la piedra y el bronce.
Entregada a sus sueños, Veda penetró en una gigantesca cueva de tres mil o cuatro mil metros cuadrados de superficie. El techo, que se perdía en las sombras, se alzaba en pronunciada bóveda de la que pendían largas estalactitas, relucientes a la luz eléctrica. La sala era en realidad grandiosa. Confirmando las suposiciones de Veda, en los nichos de las paredes, con abundantes vetas y concreciones calcáreas, se divisaban máquinas y armarios. Los arqueólogos se dispersaron por la sala subterránea, lanzando exclamaciones de júbilo. Muchas de aquellas máquinas, que guardaban aún, en algunos lugares, el brillo del cristal y del barniz, resultaron ser coches, tan del gusto de las gentes de la remota antigüedad y considerados en la Era del Mundo Desunido como el summum de la técnica alcanzado por el genio humano. Por entonces, no se sabía por qué causas, se construían muchísimos vehículos, capaces de transportar en sus blandos asientos a un pequeño número de personas. La elegancia de sus líneas se perfeccionaba hasta llegar a la exquisitez, los mecanismos de dirección y motrices eran cada vez más ingeniosos; pero, en todo lo demás, continuaban siendo completamente absurdos. Centenas de miles de ellos circulaban por las calles de las ciudades y por las carreteras, llevando y trayendo a gentes que, por ignoradas razones, trabajaban lejos de sus viviendas y cada día se apresuraban para llegar a tiempo al trabajo y regresar luego a sus casas. Aquellos automóviles eran peligrosos de conducir, mataban a multitud de personas y consumían miles de millones de toneladas de preciosas materias orgánicas acumuladas en el pasado geológico del planeta, envenenando la atmósfera de ácido carbónico. Los arqueólogos de la época del Circuito se sintieron decepcionados al ver que se destinaba tanto espacio en la cueva a aquellos extraños vehículos.
Pero sobre bajas plataformas se elevaban motores más potentes: de pistón, eléctricos, de turbinas, reactivos, nucleares… En unas vitrinas recubiertas de una fina capa calcárea, se alineaban en filas verticales diversos aparatos: televisores, cámaras fotográficas, máquinas de calcular y otros similares. Aquel museo de máquinas — algunas, corroídas por la herrumbre; otras, bien conservadas — era de un gran valor histórico, pues arrojaba luz sobre el nivel técnico de un tiempo lejano, cuyos documentos habían desaparecido, en su mayor parte, durante perturbaciones militares y políticas.
La fiel ayudante Miiko Eygoro, que había cambiado de nuevo el mar querido por la lobreguez y la humedad de los subterráneos, advirtió al fondo de la sala, tras una gruesa columna calcárea, la negra boca de un pasadizo. La columna era la armazón de una máquina, y al pie de su soporte se amontonaban los restos de la mampara de plástico que en tiempos cerrara la entrada. Siguiendo paso a paso los rojos cables de las carretillas automáticas de reconocimiento, los arqueólogos llegaron a una segunda cueva, situada casi al mismo nivel de la primera y llena de herméticos armarios de cristal y de metal. Una larga inscripción, en inglés y grandes letras, circundaba los muros cortados a pico, desmoronados en algunos lugares. Veda no pudo contener el deseo de descifrarla inmediatamente.
Con la presunción típica del antiguo individualismo, los constructores de la cueva anunciaban a las generaciones venideras que ellos habían llegado a la cima del saber y conservaban allí, para el futuro, sus gigantescas realizaciones.
Miiko se encogió de hombros despectivamente.
— Sólo por la inscripción se puede determinar ya que el « Refugio de la Cultura » corresponde a fines de la EMD, a los últimos años de existencia de la antigua forma de la sociedad. Tan característica es de las gentes de esa Era la insensata seguridad en lo eterno e inmutable de su civilización occidental, de su idioma, de las costumbres, moral y grandeza del llamado hombre blanco. ¡Yo odio esa civilización!