Los finos cables rojos iban por el centro del pasadizo. La luz blanco-lilácea de las coronas de gas fosforescente, que las dos mujeres llevaban sobre la cabeza, no podía rasgar las milenarias tinieblas, delante, donde el declive se hacía cada vez más pronunciado. Con monótono y sordo ruido, grandes goterones fríos caían del techo. De los lados y arriba llegaba el murmullo del agua que fluía de las grietas. El aire, saturado de humedad, permanecía inmóvil, con quietud de sepulcro, en aquel recinto cerrado y negro. Tan sólo en las cuevas reina ese silencio absoluto guardado por la propia materia muerta, insensible e inerte, de la corteza terrestre. En la superficie, por profundo que sea el silencio, siempre se adivina en la naturaleza alguna vida oculta, escondida, el movimiento del agua, del aire o de la luz.
Miiko y Veda iban cediendo involuntariamente a la fascinación de aquella profunda cueva que aprisionaba a ambas en sus negras entrañas, como en las profundidades de un pasado muerto, barrido por el tiempo, y que sólo revivía en las fantasías de la imaginación.
Efectuaban el descenso con rapidez, a pesar de la gruesa capa de pegajosa arcilla que cubría el suelo del pasadizo. Bloques desprendidos de las paredes las obligaban a veces a encaramarse a ellos y deslizarse por el estrecho hueco que quedaba entre los mismos y el techo. En media hora Miiko y Veda descendieron ciento noventa metros y llegaron a un muro liso contra el que estaban apoyadas pacíficamente las dos carretillas automáticas de reconocimiento. Un leve rayito de luz fue suficiente para ver que aquello era una puerta maciza, herméticamente cerrada, de acero inoxidable. En el centro de la puerta sobresalían dos pequeños discos con unos signos, flechas doradas y mangos redondos.
Para abrir, era preciso componer con ellos una señal convencional. Los dos arqueólogos conocían tipos de cerraduras semejantes a aquélla, pero de una época anterior. Después de cambiar impresiones, Veda y Miiko la examinaron atentamente. Era muy parecida a los artificios, construidos con maligna astucia, con que las gentes del pasado creían proteger sus tesoros de las asechanzas de los « extraños », pues en la Era del Mundo Desunido las personas estaban divididas en « propias » y « extrañas ». Con frecuencia, aquellas puertas, cuando se intentaba abrirlas, lanzaban proyectiles explosivos, gases venenosos o radiaciones cegadoras, y los confiados investigadores perecían.
Sus mecanismos, de metales resistentes o plásticos especiales, se conservaban durante miles de años y habían costado la vida a muchos arqueólogos hasta que se consiguió neutralizarlos, haciéndolos inofensivos.
Era evidente que para abrir la puerta aquella harían falta instrumentos especiales.
¡Había que volverse desde el mismo umbral del principal misterio de la cueva! ¿Quién podía dudar de que tras ella, tan sólida y hermética, tenía que encontrarse lo más importante y valioso para las gentes de los tiempos remotos? Luego de apagar las lámparas, limitándose así a la tenue luz de las coronas, Veda y Miiko se sentaron a descansar y a tomar un poco de alimento.
— ¿Qué puede haber ahí? — preguntó Miiko, dando un suspiro, sin apartar los ojos de la puerta, en la que rebrillaba orgulloso el oro de los signos —. Parece que se ríe de nosotras: no os dejaré entrar, ¡no os diré el secreto!..
— ¿Y qué ha conseguido usted ver en los armarios de la segunda sala? — inquirió Veda, rechazando el enojo, primitivo y pueril, ante el inesperado obstáculo.
— Diseños de máquinas, libros, impresos no en papel antiguo, de pasta de madera, sino en hojas metálicas. Y además, como unos rollos de películas cinematográficas, unas listas, cartas estelares y terrestres.
— En la primera sala, están los modelos de las máquinas; en la segunda, la documentación técnica correspondiente a las mismas, y en la tercera, ¿cómo diría yo?…
los valores de una época en que existía aún el dinero. Desde luego, coincide con los esquemas.
— ¿Y dónde están los valores en el sentido actual? Es decir, las supremas realizaciones del desarrollo espiritual de la humanidad: de la ciencia, del arte, de la literatura?… — exclamó Miiko.
— Espero que tras esa puerta — repuso tranquila Veda —. Pero no me extrañaría que hubiese ahí armas.
— ¿Cómo?
— Armamentos, medios de rápido exterminio en masa.
La pequeña Miiko quedó pensativa y triste; luego, dijo en voz queda:
— Sí, es lo natural, teniendo en cuenta el objetivo de este escondrijo. Ahí se guardan, de una posible destrucción, los principales valores técnicos y materiales de la civilización occidental de entonces. Mas ¿qué se consideraba « lo principal », cuando no existía aún la opinión pública de todo el planeta y ni siquiera de los pueblos de aquellos países? La necesidad e importancia de algo, en un momento dado, las determinaba el grupo gobernante, integrado a menudo por personas que distaban mucho de ser competentes.