Por ello, en esta cueva no se encuentra ni mucho menos lo que en realidad constituía los mayores valores de la humanidad, sino lo que uno u otro grupo de gentes estimaba como tales. Procuraban conservar, en primer término, las máquinas y, posiblemente, las armas, sin comprender que las superestructuras de la civilización se forman, en la historia, a semejanza de un organismo vivo.
— Cierto, mediante el aumento y asimilación de la experiencia del trabajo, de los conocimientos, de la técnica, de las reservas de materiales, de substancias y formaciones químicas puras. Restablecer una elevada civilización destruida es imposible sin aleaciones muy sólidas, sin metales raros, máquinas de gran rendimiento y suma precisión. Si todo eso ha sido aniquilado, ¿de dónde tomar los materiales y la experiencia, el arte de crear máquinas cibernéticas cada vez más complejas, capaces de satisfacer las necesidades de miles de millones de personas? — ¥ tampoco era posible, entonces, el retorno a la civilización antigua, desprovista de máquinas, con la que soñaban algunos a veces.
— Desde luego. En vez de la cultura antigua, habría surgido una hambre espantosa.
¡Los soñadores individualistas no querían comprender que la historia no se repite jamás!
— Yo no afirmo categóricamente que tras esa puerta haya armas — manifestó Veda volviendo al tema fundamental —, aunque muchos indicios lo indican. Si los constructores de este escondrijo estaban en el error, cosa propia de aquel tiempo, de confundir la cultura con la civilización, sin comprender la obligación indeclinable de educar y desarrollar las emociones del ser humano, en tal caso no eran imprescindibles para ellos las obras de arte y de literatura o una ciencia alejada de las necesidades del momento. A la sazón, hasta la ciencia la dividían en útil e inútil, sin pensar en su unidad. Una ciencia y un arte semejantes eran considerados como atributos agradables, mas no siempre necesarios y provechosos, de la vida del hombre. Ahí se oculta lo más importante. Y yo creo que son armas, por ingenuo y absurdo que nos parezca hoy día.
Veda calló, clavados los ojos en la puerta.
— Quizá se trate simplemente de un mecanismo de composición y podamos abrirlo auscultando con el micrófono — dijo de pronto, acercándose a la puerta —. ¿Qué, nos arriesgamos?
Miiko se interpuso entre su amiga y la puerta.
— ¡No, Veda! ¿A qué correr un riesgo estúpido?
— Me parece que la cueva está a punto de derrumbarse. Si nos vamos, no podremos volver más… ¿No oye usted?
Un ruido confuso y lejano llegaba de vez en cuando hasta el recinto, resonando ya arriba, ya abajo.
Pero Miiko, de espaldas a la puerta, muy abiertos los brazos, permanecía inflexible, cerrando el paso.
— Si ahí hay armas, Veda, ¡tiene que haber por fuerza un dispositivo de defensa!..
Dos días más tarde fueron llevados a la cueva unos aparatos portátiles: una pantalla reflectora Roentgen para la radioscopia del mecanismo y un emisor de radiaciones enfocadas ultrafrecuentes para destruir las conexiones interiores de las piezas. Mas no hubo ocasión de utilizarlos.
Inopinadamente, un rumor entrecortado se oyó en las entrañas de la cueva. El suelo empezó a temblar fuertemente, bajo los pies, obligando a los exploradores — que estaban en la tercera cueva, la inferior — a lanzarse instintivamente hacia la salida.
El ruido aquél iba en aumento convirtiéndose en seco rechinar. Por lo visto, toda la masa de agrietadas rocas cedía siguiendo una falla a lo largo de la falda de la montaña.
— ¡Todo está perdido! Hemos llegado tarde. ¡Sálvense! ¡Arriba! — gritó Veda con amargura, y la gente se abalanzó hacia las carretillas automáticas.
Aferrándose a los cables de las carretillas, todos empezaron a trepar por el pozo. El ruido sordo y el temblor de las paredes de piedra los perseguían, pisándoles los talones, y acabaron por darles alcance. Resonó un trueno espantoso… La pared interior de la segunda cueva se derrumbó en la brecha que se había abierto en el lugar del pozo de entrada a la tercera sala. La ola de aire arrastró a la gente, en unión del polvo y de la grava, hasta las altas bóvedas de la primera sala. Los arqueólogos se pegaron al terreno, en espera de la muerte.
Poco a poco, las nubes de polvo se fueron disipando. Las estalagmitas y concreciones que se veían a través de aquella niebla conservaban sus anteriores contornos. Un silencio sepulcral reinaba de nuevo en el subterráneo…
Al recobrar el conocimiento, Veda se levantó. Dos de sus colaboradores se apresuraron a sostenerla, pero ella se desprendió de sus manos con impaciencia.
— ¿Dónde está Miiko?
Su ayudante, apoyada contra una baja estalagmita, se limpiaba cuidadosamente el polvillo del cuello, de las orejas y de los cabellos.
— Casi todo se ha perdido — dijo en respuesta a la muda pregunta de Veda —. La infranqueable puerta continuará cerrada bajo una capa de cuatrocientos metros de piedra.