En el África del Norte, al Sur del golfo de la Gran Sirte, se extendía la inmensa llanura de El Homra. Antes de la debilitación de los ciclos alisios y del cambio de clima, se encontraba allí una hammada, desierto sin hierba alguna, todo cubierto de pulidos guijarros y angulosas piedras de un matiz rojizo, origen del nombre del lugar: « Hammada la Roja. » En los días de sol, era un mar de cegadores destellos de fuego, y en las noches de otoño e invierno, un océano de fríos vientos. Ahora sólo quedaba de la hammada el viento; corría impetuoso por la firme planicie levantando olas en la alta hierba, de un color de plata con reflejos azules, trasplantada de la estepa de África del Sur. El ulular del viento y la hierba que se inclinaba, abatida por él, despertaban un sentimiento nostálgico y de afinidad del alma con la naturaleza esteparia, como si todo aquello se hubiera visto ya en la vida más de una vez y en diversas circunstancias: de dolor y de alegría, de pérdida y de hallazgo…
Cada partida y cada aterrizaje de una astronave dejaban en la llanura un calcinado círculo envenenado de cerca de un kilómetro de diámetro. Aquellos círculos se rodeaban de una cerca metálica, roja, y permanecían aislados durante diez años, plazo dos veces mayor que el de la disgregación de los gases de escape de los motores. Después de cada aterrizaje o despegue, el cosmopuerto era trasladado a otro lugar. Ello daba a las instalaciones y locales un carácter provisional y asemejaba el personal del mismo a los antiguos nómadas del Sahara que, hacía varios milenios, vagaban por allí montados en unos animales gibosos, de alzado cuello curvo y callosas patas, denominados camellos.
La planetonave Barion, que hacía su decimotercero raid de las obras del sputnik a la Tierra, trajo a Dar Veter a la estepa de Arizona, que continuaba desierta incluso después del cambio de clima, debido a la radiactividad acumulada en su terreno. En la Era del Mundo Desunido, en los albores del descubrimiento de la energía nuclear, habíanse efectuado allí multitud de experiencias y pruebas de nuevos tipos de maquinaria. Hasta el presente se conservaba el efecto nocivo de los productos de desintegración radiactiva, demasiado débil para causar daño al hombre, pero lo suficientemente fuerte para detener el crecimiento de los árboles y arbustos.
A Dar Veter le deleitaba no sólo el magnífico encanto de la Tierra — el cielo azul, con las galas nupciales de unas leves nubes blancas —, sino el polvoriento suelo, erizado de escasa hierba.
¡Caminar con paso firme por la Tierra, bajo un sol de oro, ofreciendo el rostro al aire fresco y seco! Solamente después de permanecer una temporada al borde de los abismos cósmicos, se podía apreciar toda la belleza de nuestro planeta, denominado en tiempos « Valle de lágrimas » por insensatos antepasados.
Grom Orm y Dar Veter llegaron a El Homra el día de la partida de la expedición.
Desde la altura, Dar Veter había advertido dos enormes espejos en la planicie, de un color gris mate, como de acero. El de la derecha, casi circular; el de la izquierda, en forma de oblonga elipse, afilada atrás. Aquellos espejos eran las huellas recientes de los despegues de los navíos de la 38a expedición astral.
El círculo lo había dejado el Tintazhel al partir hacia la terrible estrella T, cargado de enormes aparatos para asaltar con éxito el espirodisco venido de las profundidades del Cosmos. La elipse procedía de la Aella, que se había elevado siguiendo una trayectoria menos oblicua y llevando a bordo un nutrido grupo de científicos para averiguar los cambios de la materia en la enana blanca de la estrella triple Omicron 2 de Erídano. La ceniza del pedregoso terreno, en el lugar batido por la energía de los motores, que había penetrado a una profundidad de metro y medio, estaba impregnada de una sustancia ligante que le impedía esparcirse con el viento. No quedaba más que traer las cercas de los antiguos campos de despegue. Ello se haría en cuanto partiese el Cisne.
Pues bien, ya estaba allí el Cisne, del color del hierro fundido, con su coraza térmica que ardería al penetrar en la atmósfera. Luego seguiría volando protegido por su refulgente revestimiento, que rechazaba todas las radiaciones. Pero nadie le vería en su esplendor, excepto los robots-observadores que seguirían su avance. Aquellos autómatas darían tan sólo a los hombres las fotografías de un punto luminoso. La astronave volvería a la Tierra cubierta de una costra de óxido y surcada y abollada por las explosiones de pequeñas partículas de meteoritos. Pero ninguno de los presentes vería más al Cisne, porque todos ellos morirían antes de los ciento setenta y dos años que duraría el viaje:
ciento sesenta, y ocho años independientes de vuelo y cuatro de exploración en los planetas. Mas para los viajeros, serían solamente cerca de ochenta años.