Una llama verde se alzó briosa dentro de ellos, zigzagueante como un relámpago, corrió en ígneos arroyuelos y enrollóse en cuatro espirales apretadas. Delante, en la proa de la nave, un potente campo magnético había envuelto las toberas de los motores para preservarlas de la destrucción inmediata.
El astronauta adelantó más la palanca. A través del verde remolino, se divisó el rayo rector, un flujo grisáceo de partículas K. Otro movimiento, y, deslumbrante, un fulgor violeta se expandió a lo largo del rayo gris. Era la señal de que el anamesón empezaba su impetuosa inyección. Todo el cuerpo de la astronave se estremeció agitado por una vibración de alta frecuencia, apenas perceptible, pero penosa de soportar…
Erg Noor, luego de haber tomado la dosis necesaria de alimentos, yacía en dulce somnolencia, sometido a un masaje eléctrico, extraordinariamente grato, tonificador del sistema nervioso. El sopor que aún entorpecía su cerebro y su cuerpo iba desapareciendo poco a poco. La melodía despertadora resonaba en tono mayor y con ritmo creciente…
De pronto, una impresión desagradable, exterior, vino a interrumpir el gozo del retorno a la vida, después de noventa días de sueño. Erg Noor se sintió jefe de la expedición y empezó a hacer desesperados esfuerzos para volver al estado normal. Por fin, se dio cuenta de que la astronave frenaba apresuradamente con los motores de anamesón; por consiguiente algo ocurría. Intentó levantarse, pero su cuerpo continuaba inerte. Se le doblaron las piernas y cayó al suelo, como un fardo. Al cabo de unos instantes, consiguió arrastrarse hasta la puerta del camarote y abrirla. Su conciencia se esclarecía a través de las brumas del sueño. Ya en el pasillo, se incorporó un poco y, a gatas, logró llegar al puesto central, donde se derrumbó pesadamente.
Las personas que allí estaban, con los ojos clavados en las pantallas y esferas, se volvieron asustadas y corrieron hacia el jefe. Erg Noor, incapaz de levantarse, balbució:
— ¡En las pantallas, en las delanteras… enciendan la luz infrarroja… paren… los motores!
Los cilindros de nitrito bórico se apagaron al mismo tiempo que cesaba la vibración de la astronave. En la pantalla delantera de la derecha apareció una enorme estrella que irradiaba una tenue luz pardo-rojiza. Todos quedaron inmóviles al instante, sin apartar los ojos del inmenso disco que había surgido de las tinieblas ante la misma proa de la nave.
— ¡Ah, necio de mi! — exclamó Peí Lin con amargura —. ¡Yo estaba convencido de que nos encontrábamos cerca de una nube opaca! Y esto es…
— ¡Una estrella de hierro! — gritó Ingrid Ditra con espanto.
Erg Noor, agarrándose al respaldo de un sillón, se levantó del suelo. Su rostro, pálido de ordinario, tenía una tonalidad azulenca, pero sus ojos brillaban con el vivo fulgor de siempre.
— Sí, una estrella de hierro — dijo lentamente —. ¡El terror de los astronautas!
Nadie se imaginaba hallarla en aquella región, y las miradas de todos se volvieron hacia el jefe con temor y esperanza.
— Yo pensaba sólo en la nube — se justificó quedo Peí Lin, en tono de culpa.
— Una nube opaca con tal fuerza de gravitación debe contener partículas sólidas, bastante voluminosas, y la Tantra habría perecido ya. Es imposible evitar una colisión en un enjambre semejante — repuso Erg Noor en voz baja, pero firme.
— Mas esos bruscos cambios de intensidad del campo, esos remolinos ¿no señalan, acaso, sin lugar a dudas, la presencia de una nube?
— O la de un planeta de la estrella; puede que sea más de uno…
El astronauta se mordió los labios hasta hacerse sangre. El jefe, alentador, inclinó la cabeza y apretó los botones despertadores.
— ¡Pronto, el parte de observaciones! ¡Calculemos las isogravimétricas!
La nave volvió a balancearse. Algo, monstruosamente grande, pasó por la pantalla con celeridad vertiginosa, quedó atrás al instante y desapareció.
— Ahí está la respuesta… Hemos contornado un planeta ¡Pronto, pronto, a trabajar! — y la mirada del jefe se detuvo en los contadores del combustible. Aferróse al respaldo del sillón e iba a decir algo, pero se calló.
Capítulo II. LA EPSILON DEL TUCÁN
Un suave tintineo de cristal resonó sobre la mesa, acompañado de unas lucecillas anaranjadas y azul celeste. Multicolores reflejos centellearon en el translúcido tabique.
Dar Veter, director de las estaciones exteriores del Gran Circuito, continuaba observando la luminosa Vía Espiral. Su gigantesco arco se combaba en la altura, reflejándose en curva franja amarilla mate que bordeaba el mar. Sin apartar los ojos de él, Dar Veter alargó la mano y puso la palanquilla en la letra R: las reflexiones no habían terminado.
Aquel día se había producido un gran cambio en la vida de él. Por la mañana, su sucesor, Mven Mas, elegido por el Consejo de Astronáutica, había llegado de la zona habitada del hemisferio austral. La última emisión por el Circuito la realizarían juntos, y luego…