Precisamente aquel « luego » no estaba resuelto aún. Durante seis años, había llevado a cabo un trabajo que requería una tensión extrema y para el que se elegía a personas de relevantes facultades, excelente memoria y conocimientos enciclopédicos. Cuando, con maligna tenacidad, empezaron a repetírsele los accesos de indiferencia hacia el trabajo y la vida — la más grave de las enfermedades humanas —, le reconoció la célebre psiquiatra Evda Nal. El viejo y probado remedio — música de tristes acordes en la sala de los sueños azules, penetrada de ondas calmantes — no dio resultado alguno.
Sólo quedaba cambiar de actividades y someterle a una cura de trabajo manual, allí donde todavía fuese necesario el cotidiano esfuerzo de los músculos. Su buena amiga, la historiadora Veda Kong, le había propuesto la víspera que fuese a trabajar con ella de excavador. En las excavaciones arqueológicas, las máquinas no podían hacerlo todo, y la última labor la realizaban manos humanas. Aunque no había falta de voluntarios, Veda le prometió un largo viaje a la región de las antiguas estepas, en el seno de la naturaleza.
¡Si Veda Kong supiera!.. Aunque ella estaba enterada de todo absolutamente. Veda amaba a Erg Noor, miembro del Consejo de Astronáutica y jefe de la 37a expedición astral. Erg Noor debía dar sus noticias desde el planeta Zirda. Mas si no se recibía comunicado alguno, pese a que todos los cálculos de los vuelos interestelares eran completamente exactos, ¡sería inútil soñar en conquistar el corazón de Veda! El vector de la amistad era lo único, lo más grande que los unía. Sin embargo, ¡él iba a trabajar con ella!
Dar Veter, moviendo una palanca, apretó un botón, y la estancia se inundó de clara luz.
Un gran ventanal hacía las veces de pared de una espaciosa, inmensa sala, pendiente sobre la tierra y el mar. Dando vuelta a otra palanquilla, inclinó hacia él aquella pared de cristal, que dejó al descubierto el cielo, cuajado de estrellas, cortando con su marco metálico las luces de las carreteras, de los edificios y los faros costeros de allá abajo.
La atención de Dar Veter estaba fija en la esfera, de tres círculos concéntricos, del reloj galáctico. El Gran Circuito transmitía sus informaciones a cada cienmilésima de segundo galáctico, es decir, cada ocho días, o cuarenta y cinco veces al año terrestre. Una vuelta de la Galaxia alrededor de su eje constituía un día galáctico.
La siguiente emisión — la última para Dar Veter — empezaría a las nueve de la mañana (hora del Observatorio del Tíbet) y, por consiguiente, a las dos de la madrugada de allí, del Observatorio Mediterráneo del Consejo. Quedaba un poco más de dos horas.
El aparato de la mesa empezó a tintinear y a emitir destellos de nuevo. Tras un tabique apareció un hombre de relucientes vestiduras, con sedosos reflejos.
— Estamos preparados para la emisión y la escucha — manifestó conciso sin muestra aparente alguna de sumiso respeto, pero en sus ojos se traslucía la admiración al jefe.
Dar Veter continuaba callado y su ayudante también, esperando con aire desenvuelto y gallarda apostura.
— ¿En la sala cúbica? — preguntó al fin el jefe. Y cuando hubo recibido respuesta afirmativa, inquirió dónde se encontraba Mven Mas.
— Está junto al aparato del frescor matinal, para reponerse de las fatigas del viaje.
Además, me parece que está emocionado…
— Yo, en su lugar, también lo estaría — dijo pensativo Dar Veter —. Así ocurrió hace seis años…
El ayudante enrojeció del esfuerzo para permanecer impasible. Con todo su ímpetu juvenil, simpatizaba con su jefe, presintiendo tal vez que él mismo habría de pasar también, algún día, por las alegrías y los sinsabores de un gran trabajo y una tremenda responsabilidad. En cuanto al director de las estaciones exteriores, no expresaba en modo alguno sus sentimientos, pues ello se consideraba impropio de hombres de su edad.
— Cuando se presente Mven Mas, tráigalo aquí en seguida.
El ayudante se alejó. Dar Veter se acercó a un rincón donde el transparente tabique estaba ennegrecido desde el techo hasta el suelo y, con amplio ademán, descorrió las dos hojas de una puerta abierta en un panel de madera preciosa. Una luz intensa brotó del fondo de una pantalla semejante a un espejo.
El director de las estaciones exteriores conectó, mediante un conmutador especial, el « vector de la amistad » que enlazaba directamente a personas ligadas por un profundo afecto, permitiéndoles comunicar entre sí en cualquier momento. El vector de la amistad unía varios lugares habituales del ser humano: la vivienda, el sitio de trabajo, el rincón predilecto de descansa…