— ¡Velocidad!.. — repitió Erg Noor, sarcástico —. ¿Y qué más da? Si entre la nave y su lugar de destino se han interpuesto milenios de viaje, todavía será peor: vendrá la muerte lenta, tras años de terrible desesperanza. Y si llaman pidiendo socorro, puede que nos enteremos… dentro de unos seis años… ya en la Tierra.
Con impetuoso ademán, sacó un sillón plegable de debajo del banco de la calculadora electrónica, modelo reducido de la « MNU-11 ». Hasta entonces, no se había podido aún dotar a las astronaves de máquinas-cerebros electrónicos del tipo de la « IUT », capaces de realizar toda clase de operaciones y de dirigir dichas naves. Y no se había hecho porque tales máquinas eran muy pesadas, frágiles y de gran volumen. Entre tanto, había que tener de guardia en el puesto de comando a un astronauta, máxime cuando en tan largas trayectorias era imposible mantener exactamente el rumbo.
Con la destreza de un pianista, los dedos del jefe de la expedición se deslizaban rápidos por las clavijas y los botones de la calculadora. Su pálido rostro, de pronunciados rasgos, tenía una inmovilidad de piedra; la frente, despejada, se inclinaba tesonera sobre los mandos y parecía desafiar a los elementos, hostiles a aquel mundillo de seres vivos que se habían lanzado a las profundidades vedadas del espacio.
La joven astronauta Niza Krit, que hacía su primera expedición astral, observaba anhelante al ensimismado Noor. ¡Qué sereno era! ¡Cuánta energía y talento poseía el amado! Lo amaba desde hacía tiempo, desde el comienzo de aquel viaje que duraba ya cinco años. Y era inútil ocultarlo… El también lo sabía, Niza se daba cuenta… Ahora, al ocurrir aquella desgracia, tenía la dicha de estar de guardia con él. Los dos solos, durante tres meses, mientras el resto de la tripulación permanecía sumida en dulce sueño hipnótico. Aún quedaban trece días; luego, ambos se dormirían por medio año hasta que terminasen sus turnos respectivos dos equipos de nautas, astrónomos y mecánicos. Los demás — los biólogos y geólogos, cuyo trabajo no comenzaría hasta que no llegasen al lugar de destino — podrían seguir durmiendo… En cambio, los astrónomos estaban siempre atareados. ¡Cuan grande era su labor! Erg Noor se levantó, y los pensamientos de Niza se interrumpieron.
— Voy a la cabina de las cartas astrales… Su descanso será dentro de… — miró al reloj dependiente — nueve horas. Puedo dormir de sobra antes de relevarla.
— Yo no estoy cansada, y estaré aquí todo el tiempo que haga falta para que usted descanse bien.
Erg Noor frunció el entrecejo, dispuesto a replicar, pero cediendo a la caricia de las palabras y de los ojos castaños, dorados, que le miraban fieles, sonrió y salió de la estancia sin decir nada.
Niza se sentó en el sillón, abarcó los aparatos con habitual mirada y quedó muy pensativa.
Sobre ella negreaban las pantallas reflectoras que transmitían al puesto central de comando el panorama del insondable abismo circundante. Las luces multicolores de las estrellas eran como brillantes agujas que se clavaban en la retina.
La astronave iba dejando atrás a un planeta, cuya fuerza de atracción la hacía balancearse a lo largo del campo de gravitación inestable. Y las estrellas, siniestras y majestuosas, daban en las pantallas reflectoras saltos fantásticos. Los dibujos de las constelaciones cambiaban con celeridad inaudita.
El planeta K-22H — 88, frío y sin vida, alejado de su sol, era conocido como un lugar cómodo para los encuentros de las astronaves… pero aquella entrevista no se realizaba.
Daban ya la quinta vuelta… Y Niza se imaginó su nave describiendo, con velocidad aminorada, un círculo inmenso, de mil millones de kilómetros de radio, y adelantándose continuamente al planeta, que iba a paso de tortuga. Al cabo de ciento diez horas, la astronave terminaría su quinta vuelta… ¿Y qué ocurriría entonces? El gran cerebro de Erg Noor estaba en plena tensión, buscando afanoso la mejor salida. El jefe de la expedición y capitán del navío cósmico no podía equivocarse. De lo contrario, la Tantra, astronave de primera clase, cuya tripulación estaba integrada por los sabios más eminentes, ¡no volvería jamás de los espacios intersiderales! Pero Erg Noor no se equivocaría…