Dos meses antes de llegar a Zirda, la Tantra había tratado de comunicar con la estación exterior del planeta. No había allí más que esa estación en un pequeño satélite natural, sin atmósfera, que se hallaba más cerca de Zirda que la Luna de la Tierra.
La astronave continuó llamando a Zirda cuando quedaban treinta millones de kilómetros para llegar a ella y la fantástica velocidad de la Tantra había sido reducida a tres mil kilómetros por segundo. Estaba de guardia Niza, pero toda la tripulación también permanecía en vela, sentada expectante ante las pantallas en el puesto central de comando.
Niza lanzaba las llamadas ampliando la potencia de emisión y proyectando los rayos en abanico.
Por fin, vieron el diminuto punto luminoso del satélite. La nave empezó a trazar una curva alrededor del planeta, aproximándose a él poco a poco, en espiral, y adaptando su velocidad a la del satélite. La Tantra y éste parecían unidos por un cable invisible; la astronave pendía sobre el pequeño planeta, que corría raudo por su órbita. Los estereotelescopios electrónicos del gran navío cósmico exploraban la superficie del satélite.
Y de pronto, ante la tripulación apareció un espectáculo inolvidable.
Un enorme edificio de cristal brillaba cegador a los reflejos del sol sangrante. Bajo la plana techumbre había una estancia, semejante a un gran salón de actos. En él permanecía inmóvil una multitud de seres que no se parecían a los terrenales, pero eran, sin duda, humanos. Pur Hiss — astrónomo de la expedición, novato en el Cosmos, que había sustituido poco antes de partir a un compañero experto — siguió regulando con mano trémula el foco, para ampliar las imágenes. Las filas de hombres, que se veían borrosos bajo el cristal, continuaban en inmovilidad absoluta. Pur Hiss amplió más. Ya se distinguía un estrado con una larga mesa y bordeado de aparatos e instrumentos diversos. Sobre la mesa, de cara al auditorio, estaba sentado un hombre con las piernas cruzadas, perdida en la lejanía la mirada demencial de sus ojos fijos, aterradores.
— ¡Están muertos, congelados! — exclamó Erg Noor.
La astronave seguía suspendida sobre el satélite de Zirda. Catorce pares de ojos observaban aquella tumba de cristal, sin poder apartarse de ella. Sí, era en verdad una tumba. ¿Cuántos años llevaban allí aquellos cadáveres? Hacía setenta que el planeta había enmudecido, y si agregaban los seis de recorrido de los rayos, resultaban más de tres cuartos de siglo…
Luego, todas las miradas se tendieron hacia el jefe. Erg Noor, pálido el semblante, escudriñaba en la opalina niebla de la atmósfera que rodeaba al planeta. A través de ella, se columbraban apenas los tenues contornos de las montañas y los reflejos del mar, pero nada daba la respuesta que habían venido a buscar los astronautas.
— ¡La estación ha quedado inutilizada y no ha sido reconstruida en setenta y cinco años! Por consiguiente, en el planeta ha ocurrido una catástrofe. Hay que descender, penetrar en la atmósfera, tal vez tomar tierra… Aquí están todos reunidos. Yo pregunto cuál es la opinión del Consejo…
El astrónomo Pur Hiss fue el único que hizo objeciones. Niza miraba con indignación a su narizota corva, como el pico de una ave de rapiña, y a sus feas orejas asoplilladas.
— Si en el planeta ha ocurrido una catástrofe, no tendremos ninguna posibilidad de aprovisionarnos de anamesón. El vuelo a poca altura en torno al planeta, y tanto más la toma de tierra, disminuirán nuestras reservas de combustible planetario. Además, no sabemos qué ha pasado. Puede haber allí potentes radiaciones que nos maten a todos.
Los demás miembros de la expedición apoyaron al jefe.
— Ninguna clase de radiaciones planetarias pueden ser peligrosas para una nave con coraza cósmica, como la nuestra. ¿A qué se nos ha enviado aquí? A poner en claro lo ocurrido, ¿no es cierto? ¿Qué va a responder la Tierra al Gran Circuito? No basta con constatar el hecho. Eso es muy poco; hay que explicarlo además. ¡Perdónenme estos razonamientos de escolar! — dijo Erg Noor. Y en el habitual timbre metálico de su voz había un dejo de ironía —. No creo que podamos eludir nuestro indeclinable deber…
— ¡La temperatura de las capas superiores de la atmósfera es normal! — exclamó Niza con alegría.
Erg Noor sonrió e inició el descenso con precaución, espira tras espira, aminorando la marcha de la astronave a medida que se iban aproximando a la superficie del planeta.
Zirda era un poco más pequeña que la Tierra, y para circundarla en bajo vuelo no se requería una velocidad muy grande. Los astrónomos y el geólogo confrontaban los mapas del planeta con las indicaciones de los aparatos ópticos de la Tantra. Los continentes conservaban sus contornos, idénticos a los de antes, los mares brillaban serenos a la roja luz del sol. Las cadenas montañosas tampoco habían cambiado de configuración y tenían el mismo aspecto que en las fotografías anteriores, pero el planeta callaba.