La gente llevaba treinta y cinco horas en sus puestos de observación, sin abandonarlos ni un momento.
La composición de la atmósfera, la irradiación del sol rojo, todo coincidía con los datos que se poseían acerca de Zirda. Erg Noor abrió el anuario correspondiente a este planeta y buscó las tablas con los datos de su estratosfera. La ionización era más fuerte que de ordinario. Una vaga sospecha empezó a alentar en su mente, llenándole de inquietud.
A la sexta espira del descenso, se divisaron los contornos de las grandes ciudades.
Pero en los receptores de la astronave, al igual que antes, no se oía señal alguna.
Niza Krit, que había sido relevada para que tomase un refrigerio, creía estar sumida en leve sopor. Le parecía haber dormido nada más que unos minutos. La astronave volaba sobre la parte de Zirda envuelta en las sombras de la noche, a una velocidad no superior a la de un simple espiróptero terrestre. Allí abajo debían de extenderse las ciudades, las fábricas, los puertos. Mas ni una sola luz se columbraba en las profundas tinieblas, por mucho que los potentes estereotelescopios las explorasen. El trepidante fragor de la atmósfera, al ser hendida por la astronave, tenía que oírse a decenas de kilómetros.
Pasó una hora. Seguía sin aparecer la menor luz. La angustiosa espera se iba haciendo insoportable. Noor conectó las sirenas de aviso. Un espantoso rugido se expandió hacia la insondable negrura de allá abajo. Los hombres de la Tierra confiaban en que, fundido con el fragor del aire, lo oirían los moradores de Zirda, que guardaban un enigmático silencio.
Un resplandor de fuego rasgó las siniestras tinieblas. La Tantra había entrado en la zona iluminada del planeta. Abajo, todo continuaba envuelto en una oscuridad aterciopelada. Las fotografías, ampliadas rápidamente, mostraron que aquello era un tapiz de flores semejantes a negras amapolas terrestres, que se extendía en millares de kilómetros, sustituyendo todo: bosques, matorrales, juncos y hierbas. Las calles de las ciudades resaltaban en el manto sombrío como costillas de esqueletos gigantescos, las construcciones de hierro parecían rojas heridas. No había en parte alguna ni un solo ser vivo, ni un árbol; únicamente aquellas amapolas negras…
La Tantra lanzó una estación-bomba de observación y entró de nuevo en la noche. Al cabo de seis horas, la estación-robot informó acerca de la composición del aire, de la temperatura, de la presión y demás condiciones existentes en la superficie del planeta.
Todo era allí normal, excepto un exceso de radiactividad.
— ¡Monstruosa tragedia! — barbotó con sofocada voz el biólogo Eon Tal, en tanto anotaba los últimos datos suministrados por la estación —. ¡Se han matado ellos mismos y han destruido todo su planeta!
— ¿Será posible? — preguntó Niza, tratando de contener las lágrimas —. ¡Qué espanto!
No me lo explico, pues la ionización no es tan fuerte…
— Desde entonces, han pasado bastantes años — respondió severo el biólogo. Su rostro circasiano, de nariz aguileña y aspecto viril, a pesar de su juventud, tenía una expresión dura —. Esta desintegración radiactiva es precisamente peligrosa porque va aumentando de un modo imperceptible. La cantidad total de emanaciones ha podido ir creciendo durante siglos, kor a kor, como llamamos nosotros a las biodosis de radiación, y de pronto, un salto cualitativo! Se anula la procreación, viene la esterilidad y surgen, por añadidura, las epidemias de origen radiactivo… No es la primera vez que esto ocurre. El Gran Circuito ha conocido catástrofes semejantes…
— Como la del llamado « Planeta del sol violáceo » — resonó detrás de ellos la voz de Erg Noor.
— Lo más trágico — comentó el taciturno Pur Hiss — es que su extraño sol, setenta y ocho veces más luminoso que el nuestro y de la clase espectral A-cero, aseguraba a los habitantes una energía muy elevada…
— ¿Dónde está ese planeta? — inquirió el biólogo Eon Tal —. ¿No es el que el Consejo se propone poblar?
— El mismo. En su honor se dio el nombre de Algrab a la nave que acaba de perecer.
— ¡La estrella Algrab o Delta del Cuervo! — exclamó asombrado el biólogo —. ¡Pero ésa está muy lejos!
— A cuarenta y seis parsecs. Mas nosotros construimos astronaves que hacen raids cada vez más largos…
El biólogo asintió con la cabeza y barbotó que no había sido un acierto dar a aquella astronave el nombre de un planeta perecido.
— Mas la estrella sigue existiendo, y el planeta también. Antes de un siglo, la habremos cubierto de vegetación y poblado — repuso Erg Noor, con convencimiento.
Se había decidido a una maniobra difícil, consistente en cambiar el curso orbital de la nave, que era latitudinal, haciéndolo longitudinal para seguir a lo largo del eje de rotación de Zirda.
¿Cómo iban a abandonar el planeta sin tener la certeza de que todos sus habitantes habían muerto? Tal vez los supervivientes no pudieran pedir socorro, debido a que las centrales energéticas estuviesen destruidas y los aparatos averiados.