Los resplandores del sol rodeaban las cobrizas montañas de un halo rosáceoargentado que se reflejaba, en ancho camino, sobre las lentas olas de un mar violeta. Sus aguas de amatista parecían densas y lanzaban rojos destellos, como un centelleo de pequeños ojos vivos. Las olas lamían el gran pedestal de una estatua gigantesca que, lejos de la orilla, se alzaba en orgullosa soledad. Era una figura de mujer, tallada en piedra de color grana, que, con la cabeza echada hacia atrás y como en éxtasis, tendía las manos hacia la ardiente bóveda del cielo. Podía ser muy bien la imagen de una hija de la Tierra, y su completo parecido con nuestras mujeres sorprendía tanto como la asombrosa belleza de la estatua. En su cuerpo, que parecía encarnar los sueños de los artistas terrenos, se armonizaban la vigorosa fuerza y la espiritualidad de cada una de sus líneas. La roja piedra pulida era como una llama de vida ignorada, y, por ello, misteriosa, fascinante.
Las cinco personas terrenas contemplaban en silencio aquel mundo maravilloso y nuevo. Del robusto pecho de Mven Mas escapó un largo suspiro: al lanzar la primera mirada a la estatua, los nervios del africano se habían puesto tensos, en gozosa espera.
Frente al monumento, en la orilla, unas torres de plata labrada marcaban el comienzo de una ancha escalinata blanca que ascendía leve sobre un bosque de esbeltos árboles de hojas turquesa.
— Deben tintinear, ¿verdad? — susurró Dar Veter al oído de Veda, señalando a las torres. Y ella bajó afirmativa la cabeza.
El aparato emisor del nuevo planeta continuaba ofreciendo, uno tras otro, nuevos cuadros silenciosos.
Por un segundo, se columbraron unos muros blancos, con anchas cornisas, en los que se abría un gran portal de piedra azul, y la pantalla se desplegó en una sala alta de techo, inundada de intensa luz. El nacarado matiz de las acanaladas paredes daba a todos los objetos una nitidez singular. Llamó la atención de los terrenos un grupo de personas que se encontraban ante un reluciente panel verde esmeralda.
El color rojo de fuego de su piel correspondía al de la estatua que se alzaba en el mar.
Aquello no causó extrañeza a los habitantes de la Tierra, pues algunas tribus de indios de Centroamérica tenían — según las fotografías en colores que se conservaban de la antigüedad — la misma tonalidad de piel, aunque un poco menos oscura.
Había dos mujeres y dos hombres. Ambas parejas iban vestidas de distinta forma. Los que se hallaban más cerca del panel verde llevaban unas vestiduras cortas, doradas, que parecían elegantes monos con varios cierres de cremallera. Los otros dos estaban envueltos, de pies a cabeza, en capas idénticas del mismo matiz nacarado que las paredes.
Los dos primeros tañían, con suaves y plásticos movimientos, unas cuerdas tendidas oblicuamente junto al extremo izquierdo del panel. La pared, de esmeralda pulimentada o de vidrio, se tornaba ¡transparente. Al compás de sus movimientos, nítidas imágenes se sucedían, flotando en el cristal. Surgían y desaparecían con tanta rapidez, que su sentido era captado con dificultad incluso por observadores tan expertos como Yuni Ant y Dar Veter.
En aquella sucesión de montañas cobrizas, océanos violeta y bosques turquesa se adivinaba la historia del planeta. Animales y plantas — unas veces, monstruosos e incomprensibles; otras, soberbios y espléndidos — desfilaban como espectros del pasado.
Muchos se asemejaban a aquellos cuyos restos guardaban, a modo de anales, los estratos de la corteza terrestre. Larga era la escala ascendente de formas de vida, de continuo perfeccionamiento de la materia viva. Aquel interminable camino de evolución parecía a los seres de la Tierra aún más prolongado, áspero y penoso que su propia genealogía, bien conocida por cada uno de ellos.
En la espectral claridad del aparato iban apareciendo nuevos cuadros: fuego de grandes hogueras, amontonamientos de rocas en las llanuras, luchas con bestias feroces, solemnes exequias y ritos religiosos. La figura de un hombre, cuyo cuerpo cubría una piel de fiera, ocupó la pantalla en toda su altura. Apoyándose con una mano en una lanza y alzando la diestra hacia las estrellas con amplio ademán, pisaba fuertemente el cuello de un monstruo vencido, de ásperas crines en el espinazo, que, abiertas las fauces, mostraba sus largos y afilados colmillos. En el plano posterior, una hilera de hombres y mujeres, cogidos de la mano por parejas, parecían cantar.
Las visiones animadas desaparecieron cediendo lugar a la superficie oscura y pulida de la pared de piedra.