— Allí no hay ninguna vacante — repuso el informador con un dejo de pena —. Lo mismo ocurre en los yacimientos de Venus, de Marte y hasta de Mercurio. Ya sabe usted que los jóvenes afluyen de buen grado a los lugares donde la labor es más ardua…
— Sí, pero yo no me puedo contar en esa envidiable categoría… Bueno, ¿y qué vacantes hay ahora? Necesito ocupación inmediatamente.
— Si le atraen los trabajos mineros, hay sitios libres en las explotaciones diamantíferas de Siberia Central — comenzó a enumerar despacio el joven, consultando una lista invisible para Dar Veter —. Además, en las fábricas oceánicas flotantes de artículos alimenticios y en la estación solar de bombeo del Tíbet, pero allí el trabajo es ya fácil. En los otros sitios, tampoco ofrece grandes dificultades.
Dar Veter dio las gracias al informador; le pidió un poco de tiempo para pensarlo y que, entre tanto, le reservase la vacante en las explotaciones diamantíferas.
Una vez desconectada la estación de distribución, captó la Casa de Siberia, amplio centro de información geográfica de aquella zona. Su aparato de TVF enlazó con la máquina mnemotécnica de las últimas grabaciones, y ante Dar Veter empezaron a desfilar lentamente inmensos bosques. La antigua taiga pantanosa, de alerces que se alzaban poco compactos sobre un terreno siempre helado, había desaparecido; en su lugar se erguían tremendos gigantes forestales: los cedros siberianos y las secoyas norteamericanas, especie casi extinguida en un tiempo. Enormes troncos rojos se elevaban como una soberbia cerca, en torno a las colinas, tocadas con capirotes de cemento. Grandes tubos de acero, de diez metros de diámetro, salían reptantes de sus faldas y, combándose sobre las líneas divisorias de las aguas, alcanzaban los ríos próximos, cuyo caudal absorbían íntegramente con sus bocazas en forma de embudo.
Resonaba el sordo gorgoteo de las colosales bombas. Centenas de miles de metros cúbicos de agua se precipitaban en las profundidades de las brechas diamantíferas, de origen volcánico, abiertas por ellos, y se arremolinaban rugientes, erosionando la roca, para volver a la superficie, dejando en las rejillas de las cámaras de lavado decenas de toneladas de diamantes. En largas salas, inundadas de luz, los hombres observaban sentados las esferas móviles de las máquinas clasificadoras. Las centelleantes piedrecillas caían en cascada por las aberturas calibradas de los cajones de recepción.
Los operarios de las estaciones de bombeo vigilaban de continuo los indicadores de los aparatos que calculaban la resistencia, continuamente variable, de la roca, la presión y el débito del agua, la profundidad del tajo y la eyección de partículas sólidas. Dar Veter pensó que la radiante vista de los bosques bañados de sol no armonizaba con su estado de ánimo, y desconectó la Casa de Siberia. Al instante, resonó la señal de llamada, y en la pantalla surgió el informador de la estación de distribución.
— Quería ayudarle a puntualizar sus reflexiones. Acabamos de recibir una oferta: hay una vacante en las minas submarinas de titanio de la costa occidental de América del Sur.
Éste es el trabajo más difícil de cuantos existen hoy… ¡Pero hay que ir allí con urgencia!
Dar Veter se alarmó.
— No tendré tiempo de pasar las pruebas en la sección más próxima de la Academia de Psicofisiología del Trabajo.
— Las pruebas anuales reglamentarias que usted ha pasado, en su anterior trabajo, le relevan de éstas.
— ¡Envíe la comunicación y deme las coordenadas! — replicó con viveza Dar Veter.
— Punto KM40, estación 6L, ramificación Sur N. 17 de la rama Oeste de la Vía Espiral.
Lanzo la advertencia.
El rostro serio desapareció de la pantalla. Dar Veter recogió sus pequeños efectos personales y metió en un cofrecillo las películas donde estaban grabadas las imágenes y las voces de sus íntimos, así como sus propias reflexiones más importantes. Quitó de la pared una reproducción cromorrefleja de un antiguo cuadro ruso y, de la mesa, una estatuilla de bronce de la actriz Bello Gal, que se parecía a Veda Kong. Todo aquello, en unión de un poco de ropa, cupo perfectamente en un cajón de aluminio con unas redondas cifras en relieve y unos signos lineales en la tapa. Dar Veter marcó las coordenadas que le habían facilitado, abrió una trampa de la pared y dejó en el hueco el cajón, que desapareció al momento, llevado por una cinta sin fin. Luego, inspeccionó sus habitaciones. Desde hacía muchos siglos, no había en nuestro planeta personas encargadas especialmente del arreglo de los locales. Sus funciones las desempeñaba cada morador, lo que requería singular orden y disciplina por parte de todos ellos, como asimismo un sistema bien meditado de estructuración de las viviendas y edificios públicos y la automatización de su ventilación y limpieza.