El africano llegó a la monumental Sala Solar del Estadio Tirreno en el preciso momento en que actuaba Veda. Encontró el noveno sector del cuarto radio, donde estaban sentadas Evda Nal y Chara Nandi, y se puso a la sombra de una arcada a escuchar la voz grave de Veda. Toda vestida de blanco, muy alzada la cabeza de cabellos claros, tendido el rostro hacia las gradas altas, cantaba una jubilosa tonada, y a Mven Mas le parecía que ella era la encarnación de la primavera.
Cada espectador oprimía uno de los cuatro botones instalados ante él. En el techo se encendían unas luces doradas, azules, esmeralda o rojas que indicaban al artista la apreciación que se daba a su trabajo, sustituyendo así los ruidosos aplausos de los antiguos tiempos.
Veda, al terminar su canción, fue recompensada con un vivo resplandor de luces doradas y azules, entre las que se perdían algunas esmeraldas. Arrebolada, como siempre que se emocionaba, se unió a sus amigas. Entonces se acercó Mven Mas, que fue acogido afectuosamente.
Buscó con la mirada a su maestro y antecesor, pero Dar Veter no aparecía por parte alguna.
— ¿Dónde han escondido ustedes a Dar Veter? — preguntó en broma a las tres mujeres.
— ¿Y dónde ha metido usted a Ren Boz? — repuso Evda Nal, y el africano rehuyó la penetrante mirada.
— Veter está escarbando el suelo de América del Sur, para extraer titanio — explicó caritativa Veda Kong, y un temblor impreciso estremeció su rostro.
Chara Nandi, con ademán protector, atrajo hacia sí a la bellísima historiadora y, cariñosa, apretó su mejilla contra la de ella. Los rostros de las dos mujeres, tan diferentes, se asemejaban, hermanados por la misma dulce ternura.
Las cejas de Chara, rectas bajo la despejada frente, parecían las desplegadas alas de un pájaro cernido en el espacio y armonizaban con los alargados ojos. Las de Veda se alzaban hacia las sienes.
« Una ave levanta el vuelo », comparó mentalmente el africano.
La espesa cabellera de Chara, negra y brillante, que caía sobre la nuca, esparciéndose por los hombros, acentuaba el tono severo de los alisados cabellos de Veda, recogidos en alto peinado.
Chara miró al reloj de la cúpula de la sala y se levantó.
Su vestido asombró a Mven Mas. Una estrecha malla de platino rodeaba los tersos hombros de la muchacha dejando ver el cuello. Bajo las clavículas, la malla se cerraba con un reluciente broche de turmalina roja.
Los pechos, firmes, turgentes, como dos espléndidas pomas de maravilloso trazo, estaban casi descubiertos. Una franja de terciopelo morado pasaba entre ellos, desde el broche hasta el cinturón. Otras franjas iguales, que mantenían tensas unas cadenillas enlazadas en la desnuda espalda, cruzaban por en medio cada seno. Ceñía el breve talle un albo cinturón, tachonado de estrellas negras, con una hebilla de platino en forma de media luna. Sujeta por atrás al cinturón pendía una especie de media falda larga de gruesa seda blanca, ornada igualmente de negras estrellas. La danzarina no llevaba joya alguna, salvo las refulgentes hebillas de sus zapatitos negros.
— Pronto me toca a mí — dijo Chara imperturbable, dirigiéndose hacia los arcos de la entrada a escena. Lanzó una mirada al africano y desapareció seguida de un murmullo de interés y de millares de ojos.
En el escenario apareció una gimnasta. Era una muchacha, admirablemente formada, que no tendría más de dieciocho años. Aureolada por una luz de oro, ejecutó al compás de la música una verdadera cascada de saltos, vuelos y rápidas vueltas en el aire para quedar inmóvil, en inconcebible equilibrio, durante los pasajes armoniosos y lentos de la melodía. Los espectadores manifestaron su aprobación encendiendo infinidad de luces doradas, y Mven Mas pensó que a Chara Nandi no le sería fácil actuar después de un éxito semejante. Un poco inquieto, observó a la multitud de enfrente, y de pronto vio en el tercer sector al pintor Kart San. Éste le saludó con una alegre despreocupación que el africano consideró inoportuna, pues ¿quién, sino él, que había pintado « La hija del Mediterráneo », tomando a Chara como modelo, debía sentir mayor preocupación por la suerte de ella en aquel momento?
Apenas hubo decidido el africano que en cuanto terminase la experiencia iría a ver el cuadro, se apagaron las luces de arriba. El transparente suelo de cristal orgánico iluminóse con resplandor grana, como el hierro candente. De las candilejas brotaron surtidores de luces rojas que se agitaban y corrían en oleadas al ritmo de la melodía, donde el canto agudo de los violines era acompañado por los graves sones de las cuerdas de cobre. Levemente aturdido por el ímpetu y la fuerza de la música, Mven Mas no advirtió al pronto que en el centro de aquel suelo en llamas había surgido Chara y empezado su danza con una cadencia tan rápida, que mantenía en suspenso a los espectadores.