A la breve lentitud del adagio se unieron los sones discordantes, cada vez más acelerados, de unos instrumentos de percusión. El impetuoso ritmo de ascenso y descenso de los sentimientos humanos se reflejaba en la danza con movimientos plenos de emoción que alternaban con inmovilidades de estatua. El despertar de los sentimientos adormecidos, su explosión fulminante, una extenuación agotadora, la muerte, y, de nuevo, el renacer; otra vez las pasiones tumultuosas e ignotas, la vida encadenada y en lucha con la marcha irrefrenable del tiempo, con la determinación, precisa e indeclinable, del deber y el destino. Evda Nal percibía cuan entrañable le era el fondo psicológico de aquella danza, y un cálido arrebol coloreaba sus mejillas, mientras se le cortaba el aliento… Mven Mas ignoraba que la suite del ballet había sido compuesta expresamente para Chara Nandi, pero no temía ya a aquel ritmo huracanado que la muchacha seguía sin esfuerzo. Las olas rojas envolvían su cuerpo de cobre, arrancando destellos grana de sus fuertes piernas, para perderse en los sombríos pliegues del vestido entre los rosados reflejos de la blanca seda. Sus brazos, echados hacia atrás, iban quedando inmóviles, lentamente, sobre la cabeza. Y de pronto, el torbellino de impetuosas notas altas se interrumpió, sin final alguno, y se apagaron las luces rojas. En la elevada cúpula encendióse la luz corriente. La muchacha, cansada, inclinó la cabeza, y sus espesos cabellos le cubrieron el semblante. Al momento, un resplandor iluminó la sala — en dorado centelleo de miles de luceros — y oyóse un rumor sordo: los espectadores, en pie, tributaban a Chara el más alto honor que se podía rendir a un artista, alzando y bajando las manos, juntas sobre la cabeza. Y Chara, impasible antes de su actuación, se turbó, apartó del rostro los cabellos y echó a correr, fija la mirada en las gradas superiores.
Los directores de la fiesta anunciaron un entreacto. Mven Mas salió lanzado en busca de Chara, mientras Veda Kong y Evda Nal se dirigían hacia la monumental escalinata, de opaco cristal — esmalte azul celeste y un kilómetro de anchura —, que descendía del estadio al mismo mar. El crepúsculo, claro y fresco, invitaba a las dos mujeres a bañarse, siguiendo el ejemplo de miles de espectadores.
— No en vano me llamó la atención Chara Nandi, en cuanto la conocí — dijo Evda Nal —. Es una gran artista. ¡Acabamos de ver la danza de la fuerza de la vida! Eso debía de ser el Eros de los antiguos…
— Ahora comprendo la razón que tenía Kart San al afirmar que la belleza es más importante de lo que nos parece. En ella está la dicha y el sentido de la vida. ¡Certeras palabras! Y su definición también es cierta — asintió Veda, quitándose los zapatos y hundiendo los pies en el agua tibia que chapoteaba en los escalones.
— Cierta cuando la fuerza psíquica es engendrada por un cuerpo sano, pleno de energía — rectificó Evda Nal, en tanto se despojaba del vestido, y arrojóse a las transparentes olas.
Veda le dio alcance y ambas nadaron hacia una enorme isla de caucho, que brillaba argentada a kilómetro y medio del estadio. Su superficie plana, al mismo nivel del mar, estaba bordeada de hileras de conchas de nacarado plástico, lo suficientemente grandes para proteger del sol y del viento a tres o cuatro personas, aislándolas por completo de sus vecinos.
Ambas mujeres se echaron sobre el blando fondo balanceante de la « concha », a respirar el aire eternamente fresco del mar.
— Desde que nos vimos en la costa, ¡se ha tostado usted mucho! — comentó Veda, observando a su amiga —. ¿Ha estado junto al mar o ha tomado píldoras de pigmentación broncínea?
— Es de las píldoras PB — confesó Evda —. Sólo he estado al sol ayer y hoy.
— ¿No sabe verdaderamente dónde está Ren Boz? — inquirió Veda.
— Sobre poco más o menos, lo sé, y ello es bastante para sentirme intranquila — repuso quedo Evda Nal.
— ¿Es que usted querría?… — Veda no terminó la pregunta, y Evda, alzando lentamente los ojos, la miró de frente, a la cara.
— Ren Boz me parece un chiquillo inexperto, desvalido — prosiguió, vacilante, Veda —.
En cambio, usted es una mujer entera y con una gran inteligencia que no desmerece de la de cualquier hombre. Se percibe siempre en usted una voluntad tensa, de acero.
— Eso mismo me dijo Ren Boz. Pero su apreciación acerca de él es errónea y tan unilateral como el propio Ren Boz. Es un hombre audaz con un talento extraordinario y una enorme capacidad de trabajo. Incluso hoy día, hay pocas personas como él en nuestro planeta. En comparación con sus aptitudes, sus demás cualidades parecen poco desarrolladas, porque son análogas a las de la gente media e incluso más infantiles.
Tiene usted razón al calificarle de chiquillo, lo es pero al propio tiempo se trata de un héroe, en toda la acepción de la palabra. Fíjese en Dar Veter, él también tiene algo de chiquillo, pero ello se debe a exceso y no a falta de fuerza física, como le pasa a Ren.