Los astrónomos de la antigüedad consideraban que las galaxias corrían en distintas direcciones. La luz de las lejanas islas estelares que llegaban a los telescopios terrestres se alteraba: las ondas luminosas se dilataban, convirtiéndose en ondas rojas. Aquel enrojecimiento de la luz era testimonio de que las galaxias se alejaban del observador.
Los antiguos, acostumbrados a interpretar los fenómenos de un modo rígido y unilateral, habían ideado la teoría de la dispersión o de la explosión del Universo, sin comprender aún que veían solamente un aspecto del gran proceso de destrucción y creación.
Precisamente un solo aspecto — la destrucción y la dispersión, es decir, el paso de la energía a los grados inferiores según la segunda ley de la termodinámica — era percibido por nuestros sentidos y los aparatos destinados a ampliarlos. El otro aspecto — la acumulación, la concentración y la creación — pasaba desapercibido para los hombres, ya que la propia vida extraía su fuerza de la energía difundida por las estrellas-soles, lo que condicionaba nuestra percepción del mundo circundante. Sin embargo, el potente cerebro humano logró también penetrar en los enigmáticos procesos de creación de los mundos en nuestro Universo. Pero en aquellos remotos tiempos se creía que cuanto más lejos de la Tierra se encontraba una galaxia, tanto mayor era la velocidad de su alejamiento.
Según ellos, con el adentramiento de las galaxias en el espacio, su velocidad llegaba a ser cercana a la de la luz. El límite de visibilidad del Universo era la distancia desde donde las galaxias parecían haber alcanzado la velocidad de la luz, pero en realidad, los terrenos no recibirían de ellas luz alguna y no podrían verlas nunca. Se conocían ya las verdaderas causas del enrojecimiento de la luz. Éstas eran varias. De las lejanas islas siderales sólo llegaba la luz que emitían sus brillantes centros. Aquellas colosales masas de materia estaban cercadas por campos electromagnéticos anulares que actuaban muy fuertemente sobre los rayos luminosos, tanto por su potencia como por su extensión, la cual iba amortiguando gradualmente las vibraciones de la luz, convirtiéndolas en ondas que se distendían y tornaban rojas. Los astrónomos sabían desde hacía mucho tiempo que la luz de las estrellas muy compactas enrojecía, las rayas del espectro se desplazaban hacia la extremidad roja, y la estrella correspondiente daba la impresión de que se alejaba. Así ocurría, por ejemplo, con la segunda componente de Sirio, el enanillo blanco Sirio B. Cuanto más se alejaba la galaxia, mayor era la centralización de las radiaciones que nos llegaban y más pronunciado su desplazamiento hacia el extremo rojo del espectro.
Por otro lado, las ondas luminosas, en su inmenso recorrido por el espacio, « se balanceaban » fuertemente, y los quantos de luz perdían parte de su energía. Ahora, el fenómeno estaba ya estudiado: las ondas rojas podían ser también ondas fatigadas, « viejas » de luz ordinaria. Y si hasta ondas luminosas que todo lo penetraban « envejecían » en el inacabable camino, ¿qué esperanza tenía el hombre de salvarlo si no atacaba a la misma gravitación por su antítesis, siguiendo los cálculos matemáticos de Ren Boz? La zozobra había disminuido. ¡Tenía razón al realizar el inaudito experimento!
Mven Mas, como de ordinario, salió al gran balcón del Observatorio y empezó a pasear por él con rápidas zancadas. En sus cansados ojos brillaban aún las remotas galaxias que enviaban a la Tierra sus olas rojas como señales en demanda de socorro y llamamientos al cerebro omnipotente del hombre. Mven Mas rió por lo bajo, lleno de confianza en sí mismo. Aquellos rayos rojos estarían un día tan próximo del ser humano como los que arrancaban destellos de roja luz escarlata, plena de vida, del cuerpo de Chara Nandi en la Fiesta de las Copas Flamígeras, aquella Chara que inesperadamente se le había aparecido como la imagen de la cobriza hija de la Épsilon del Tucán, la muchacha de sus sueños.
Y al orientar el vector de Ren Boz, lo haría precisamente hacia la Épsilon del Tucán, no sólo con la esperanza de ver aquel mundo espléndido, sino además, ¡en honor de ella, su representante en la Tierra!
Capítulo IX. UNA ESCUELA DEL TERCER CICLO
La escuela del tercer ciclo se encontraba en el Sur de Irlanda. Anchos campos, viñedos y robledales descendían de las verdes colinas hacia el mar. Veda Kong y Evda Nal, que habían llegado a la hora de los estudios, iban despacio por el pasillo circular que rodeaba las clases, situadas en el perímetro del redondo edificio. Como el día estaba nublado y caía una lluvia menuda, las lecciones se daban en los locales cerrados, en vez de en las praderas, al pie de los árboles, como de ordinario.