Y Rea empezó a confiar a la madre los secretos de su alma con la franqueza propia de los niños de la Era del Circuito, que no habían experimentado nunca el agravio de la burla o de la incomprensión. La muchacha era la viva imagen de una juventud que no sabía aún nada de la vida, pero que estaba ya pletórica de soñadoras esperanzas. Al cumplir los diecisiete años, la joven terminaba sus estudios en la escuela e iniciaba el trienio de los « trabajos de Hércules », que realizaría entre los mayores. Después de éstos, se determinarían definitivamente sus aficiones y aptitudes. A continuación, debía cursar dos años de enseñanza superior que daban derecho a trabajar independientemente en la profesión elegida. En el transcurso de su larga vida, el hombre y la mujer adquirían cinco o seis especialidades de instrucción superior, cambiando el género de trabajo periódicamente, pero de la elección de las primeras y difíciles actividades — « los trabajos de Hércules » — dependía mucho. Por ello eran elegidos después de una cuidadosa meditación y, obligatoriamente, con la ayuda de un consejero mayor en edad.
— ¿Habéis pasado ya las pruebas psicológicas de fin de estudios? — preguntó Evda, fruncidas las cejas.
— Sí. Yo he tenido de 20 a 24 en los primeros ocho grupos; 18 y 19 en el décimo y en el trece, ¡e incluso 17 en el grupo decimoséptimo! — contestó con orgullo Rea.
— ¡Excelentes notas! — exclamó gozosa Evda —. Tienes abiertos todos los caminos.
¿No has cambiado la elección que hiciste del primero de los trabajos?
— No. Seré enfermera en la isla del Olvido, y después, todo nuestro círculo, el de tus discípulos, trabajará en el Hospital Psicológico de Jutlandia.
Evda no escatimó las bromas, de buena índole, con respecto a los psicólogos celosos, pero Rea le pidió a la madre que fuese mentor de los miembros del círculo que también debían elegir los mencionados trabajos.
— Tendré que quedarme aquí hasta el fin del permiso — dijo Evda, riendo —. ¿Y qué va a hacer Veda Kong?
Rea recordó a la acompañante de su madre.
— Es buena — dijo con seriedad la muchacha — ¡y casi tan guapa como tú!
— ¡Mucho más!
— No, yo lo sé… Y no porque tú seas mi madre — insistió Rea —. Tal vez, a primera vista, parezca más bonita que tú. Pero tú encierras una fuerza interior que Veda Kong no tiene todavía. Yo no digo que no llegue a tenerla. Cuando la tenga, entonces…
— ¿Eclipsará a tu mamá, como la luna a una estrella?
Rea negó con la cabeza.
— ¿Es que tú vas a permanecer estancada? ¡Tú irás más lejos que ella!
Evda acarició los lisos cabellos de la muchacha, observando la expresión de su rostro, alzado hacia ella.
— ¿No crees que basta ya de elogios, hijita? ¡Estamos perdiendo el tiempo!..
Entre tanto, Veda Kong caminaba despacio por una alameda, adentrándose en un bosquecillo de arces, cuyas anchas hojas húmedas susurraban. Las primeras brumas del crepúsculo intentaban alzarse del prado cercano, pero el viento las dispersaba al punto.
Veda Kong pensaba en la movilidad de la naturaleza, bajo su aparente calma, y en lo bien que se elegían siempre los lugares para la construcción de escuelas. Un aspecto importantísimo de la educación era desarrollar una aguda percepción de la naturaleza y un íntimo y sensible contacto con ella. Debilitar la atención a la naturaleza era tanto como frenar el desarrollo del ser humano, ya que éste, al perder la costumbre de observar, perdía también la facultad de sintetizar. Veda Kong meditaba sobre el arte de enseñar, la más preciada aptitud de una época en que se había comprendido al fin que la instrucción era en realidad la educación y que únicamente así se podía preparar al niño para el pedregoso camino del hombre. Claro que la base la daban las cualidades innatas, pero éstas corrían el riesgo de quedar estériles si no se modelaba hábilmente, por el maestro, el alma humana.
La sabia historiadora volvía mentalmente a los días, lejanos ya, en que ella era alumna del tercer ciclo, un ser juvenil, todo contradicciones, que ardía en deseos de sacrificarse, pero que al propio tiempo consideraba el mundo entero en dependencia exclusiva de su yo, con ese egocentrismo propio de la juventud sana. ¡Cuánto bien le habían hecho entonces los maestros! ¡Sí, en verdad no había en el mundo labor más elevada que la de ellos!
El maestro… En sus manos estaba el futuro del alumno, pues sólo con su esfuerzo se elevaba el ser humano a cada vez mayor altura y se hacía más poderoso al cumplir la más difícil de las tareas: la de vencerse a sí mismo, dominando la avidez egoísta y los desenfrenados deseos.