Читаем La piel del tambor полностью

La luz del farol ponía trazos verticales en la cara del otro. Esfumada la sonrisa, miraba a Quart con despecho.

– Es impropio de un cura -protestó, temblorosa la papada-. Me refiero a su actitud.

– ¿Se lo parece? -ahora le llegaba a Quart el turno de sonreír, y lo hizo de forma muy poco amistosa-… Le sorprendería la cantidad de impropiedades de que soy capaz.

Volvió la espalda alejándose, mientras se preguntaba cuánto iba a pagar por aquella pequeña victoria. Lo único claro era la necesidad de concluir la investigación antes de que todo empezara a complicarse demasiado, si eso no había ocurrido ya. Un periodista husmeando en las sacristías era la gota que desbordaba el vaso. Absorto en ello, Quart cruzó la plaza Virgen de los Reyes sin prestar atención a una pareja sentada en un banco; un hombre y una mujer que se pusieron en pie y caminaron detrás, a cierta distancia. Él era gordo, con traje blanco y sombrero panamá, y ella vestía de lunares, con un curioso caracolillo repeinado sobre la frente. Seguían a Quart cogidos del brazo, como cualquier matrimonio apacible que disfrutara del templado anochecer; pero al pasar frente a un hombre con suéter de cuello de cisne y chaqueta a cuadros, que masticaba un palillo apoyado en la puerta del bar Giralda, cambiaron con él una mirada de inteligencia. En ese momento las torres de Sevilla empezaron a dar campanadas, despertando a las palomas que ya dormitaban en la penumbra de los aleros.


Cuando el cura alto entró en La Albahaca, don Ibrahim mandó al Potro del Mantelete con una moneda de cinco duros a la cabina telefónica más próxima, para darle el parte a Peregil. Menos de una hora después, el esbirro de Pencho Gavira se dejaba caer por allí, a echarle un vistazo al panorama. Tenía aspecto cansado e iba con una bolsa de Marks amp; Spencer en la mano. Encontró a sus huestes estratégicamente distribuidas por la plaza de Santa Cruz, frente a la antigua mansión del siglo XVII convertida en restaurante: el Potro inmóvil contra la pared, cerca de la salida que daba a la muralla árabe, y la Niña Puñales haciendo punto sentada en el zócalo de la cruz de hierro del centro de la plaza. En cuanto a don Ibrahim, movía su imponente sombra de un lado a otro mientras balanceaba el bastón, con la brasa de un Montecristo bajo el ala ancha del sombrero de paja blanca.

– Está dentro -le dijo a Peregil-. Con la dama.

Después resumió su informe, consultando a la luz de un farol el reloj que extrajo del chaleco. Veinte minutos antes había enviado en descubierta a la Niña, con el pretexto de vender unas flores, y después él mismo llegó a cambiar algunas palabras con los camareros aprovechando la adquisición, en el estanco del restaurante, del habano que ahora tenía en la boca. La pareja ocupaba el mejor rincón en uno de los tres pequeños salones del local -pocas mesas y clientela exclusiva-, bajo una razonable copia de Los borrachos de Velázquez. Habían encargado ensalada de vieiras con albahaca y trufas, la señora, y foie de oca fresco salteado sobre salsa de vinagre con miel, el reverendo padre. El agua mineral era sin gas, de Lanjarón, y el vino un tinto Pesquera de la ribera del Duero, del que don Ibrahim se excusaba por no haber podido averiguar la añada; pero, como le matizó a Peregil retorciéndose un extremo del mostacho, un interés excesivo habría infundido, quizás, sospechas a la servidumbre.

– ¿Y de qué hablan? -preguntó Peregil.

El ex falso letrado hizo un gesto de solemne impotencia.

– Eso -puntualizó- está fuera de mi ámbito.

Peregil consideraba el asunto. La situación seguía bajo control; don Ibrahim y sus dos secuaces se estaban portando, y las cartas que le ponían en la mano mostraban buen aspecto. En su mundo, como en la mayor parte de los mundos posibles, la información siempre era dinero; todo consistía en sacar el mejor partido, eligiendo el postor idóneo. Por supuesto, él hubiera preferido que todo revirtiese en última instancia a su jefe natural, Pencho Gavira, principal interesado por su doble condición de banquero y de marido. Pero el agujero de los seis millones y la deuda con el prestamista Rubén Molina seguían impidiéndole ver las cosas con claridad. Llevaba varios días durmiendo fatal, y la úlcera hacía otra vez de las suyas. Por las mañanas, al situarse ante el espejo del cuarto de baño para ocultar su cráneo bajo la compleja arquitectura del peinado con raya en la oreja izquierda, Peregil sólo encontraba desolación en el malhumorado careto que lo miraba desde el espejo. Se estaba quedando calvo, tenía el estómago hecho polvo, debía seis kilos a su propio jefe y casi el doble al prestamista, y albergaba además la sospecha de que su último espasmo glorioso con Dolores la Negra le había dejado un alarmante picorcillo en el aparato genitourinario. Justo lo que le faltaba. Y es que la vida era una puñetera mierda.

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