Desde aquello habían pasado diez años, y seguía teniendo problemas con el nudo. No es que ignorase el modo de hacer un cruce, vuelta de derecha a izquierda y otra de arriba abajo. Pero, inmóvil frente al espejo del cuarto de baño, miraba el cuello blanco de la camisa y la seda azul marino que tenía entre los dedos con una certidumbre de extrema vulnerabilidad. Prescindir del cuello romano y la camisa negra en una cena con Macarena Bruner se le antojaba peligroso, como un caballero templario que renunciase a la cota de malla al parlamentar con los mamelucos bajo las murallas de Tiro. La idea le arrancó una sonrisa inquieta, mientras miraba el reloj en su muñeca izquierda. Tenía el tiempo justo para vestirse y caminar hasta el restaurante de la cita, que con ayuda del mapa localizó en la plaza de Santa Cruz, a pocos pasos de la antigua muralla árabe. Eso confería malas connotaciones al símil templario.
Lorenzo Quart era puntual como cualquiera de las máquinas suizas de pelo rapado y uniforme multicolor que montaban guardia en el Vaticano. Siempre calculaba las horas dividiéndolas en espacios precisos del mismo modo que si llevara una agenda mental. Eso le permitía apurar al máximo cualquier fracción de tiempo disponible. Había suficiente para ocuparse de la corbata, así que se obligó a hacer el nudo tranquilamente, ajustándolo con cuidado. Le gustaba moverse despacio, porque su autocontrol era el orgullo; y la memoria de sus relaciones con el resto del mundo consistía en un estado continuo de tensión para evitar un gesto precipitado, una palabra fuera de lugar, un demasiado pronto o demasiado tarde, un movimiento impaciente que rompiese la serenidad de la regla. Siempre contaba, ante todo, la regla. Merced a ella, incluso cuando transgredía otros códigos que no eran el suyo -acto que monseñor Spada, con probado talento para el eufemismo, denominaba «moverse por el borde exterior de la legalidad»- las formas morales quedaban a salvo. Su única fe era la fe del soldado. Y en su caso no era exacto el viejo dicho de la Curia:
Quizá por eso, al cabo de un instante de contemplar su imagen en el espejo, Quart desanudó la corbata y se la quitó. Después hizo igual con la camisa blanca, arrojándola sobre el taburete del cuarto de baño. Con el torso desnudo fue al armario y sacó del cajón una camisa negra de clérigo, con cuello redondo, y se la puso en lugar de la otra. Al abotonarla, sus dedos rozaron la cicatriz que tenía bajo la clavícula izquierda, recuerdo de la operación sufrida después que un soldado norteamericano le rompiera el hombro de un culatazo durante la invasión de Panamá. Aquélla era su única cicatriz profesional; la roja insignia del valor o palma del martirio, como ironizaba monseñor Spada. Y aunque el asunto impresionaba mucho a Su Ilustrísima y a los pusilánimes husmeadores de currículums de la Curia, él hubiera preferido que el energúmeno provisto de casco de kevlar, fusil M-16 y parche identifícativo