Читаем La piel del tambor полностью

Devolvió la revista arrugada al cajón mientras apagaba, sañudo, el cigarrillo en el cenicero hasta que vio extinguirse la última brasa; como si encontrase alivio en aquel gesto de violencia a pequeña escala. Ojalá pudiera, se dijo, hacer lo mismo con el párroco, y con la monja con pinta de lesbiana, y con todos esos curas salidos de los confesionarios, y de las catacumbas, y del pasado más obsoleto y más negro, para venir a amargarle la vida. Y también con aquella Sevilla orgullosa, apolillada, miserable, dispuesta a recordarle su condición de advenedizo apenas la hija de la duquesa del Nuevo Extremo volvió la espalda. Un ramalazo de cólera vino a estremecerle las mandíbulas, y con un revés de la mano puso boca abajo el retrato de la mujer. Por Dios, por el Diablo o por quien fuera responsable de aquello, que todos iban a pagar muy caras la vergüenza y la incertidumbre que le estaban haciendo pasar. Primero le habían robado a su mujer, y ahora pretendían robarle la iglesia, y el futuro.

– Os voy a barrer -casi escupió en voz alta-. A todos.

Pronunció aquellas palabras en el acto de apagar el ordenador, mientras el rectángulo luminoso de la pantalla se empequeñecía hasta desaparecer por completo. Estaba dispuesto a que se cumpliera el aspecto formal de la sentencia. Algunos curas fuera de circulación -un escarmiento, una cadera rota- era algo que a Pencho Gavira no iba a causarle remordimientos dignos de consideración. Y si lo apuraban mucho, ni siquiera remordimientos a secas. Así que, cuando alargó el brazo para descolgar el teléfono interior, estaba convencido de que algo debía hacerse al respecto.

– Peregil -le dijo al auricular-. ¿Tu gente es segura?

Como el bronce, fue la respuesta del esbirro. Entonces Gavira miró el marco vuelto hacia abajo sobre la mesa y esbozó aquella mueca carnicera que en el mundo bancario andaluz le había valido el sobrenombre de El Marrajo del Arenal. Era el momento de pasar a la acción, se dijo. Y de algo estaba seguro: a aquellos aguafiestas con sotana iba a partirles el espinazo.

– Pues dales caña -ordenó-. Pégale fuego a la iglesia, o lo que te parezca. Quiero leña al mono, hasta que hable inglés.

VI La corbata de Lorenzo Quart

En usted están todas las mujeres del mundo.

(Joseph Conrad. La flecha de oro)


Lorenzo Quart sólo tenía una corbata. Era de seda azul marino, comprada en una camisería de Via Condotti que estaba a ciento cincuenta pasos de su casa. Siempre había utilizado el mismo tipo de prenda: un corte tradicional, algo más estrecho que los habituales de moda. La usaba poco, siempre con trajes muy oscuros y camisas blancas, y cuando estaba ajada o sucia compraba otra idéntica para sustituirla. Eso ocurría sólo un par de veces al año, pues eran las camisas negras de cuello romano las que usaba más a menudo, planchadas por él mismo con la pulcritud de un militar veterano, dispuesto a sufrir inesperadas revistas de uniforme por parte de superiores obsesionados por el reglamento. Todos los actos de la vida de Quart se articulaban en torno a un supuesto reglamento. Su estricta observancia databa desde que tenía memoria; mucho antes de que, tumbado boca abajo con los brazos en cruz y la cara contra las losas frías del suelo, se viera ordenado sacerdote. Ya desde el seminario, Quart había asumido la disciplina de la Iglesia como una norma eficaz para ordenar su vida. A cambio obtuvo seguridad, futuro, y una causa por la que ejercer su talento; pero a diferencia de otros compañeros, ni entonces ni más tarde, ya ordenado, vendió nunca su alma a un protector o a un amigo poderoso. Creía -y era quizá su única ingenuidad- que observar las reglas bastaba para asegurarse el respeto de los demás. Y lo cierto es que no faltaron superiores impresionados por la disciplina y la inteligencia del joven sacerdote. Eso impulsó su carrera: seis años de seminario y dos de facultad estudiando Filosofía, Historia de la Iglesia y Teología, y una beca en Roma para doctorarse en Derecho Canónico, sistema legal interno de la Iglesia. Allí, los profesores de la Universidad Gregoriana propusieron su nombre a la Academia Pontificia para Eclesiásticos y Nobles, donde Quart cursó Diplomacia y Relaciones entre Iglesia y Estado. Después, la Secretaría de Estado estuvo fogueándolo en un par de nunciaturas europeas hasta que monseñor Spada lo reclutó formalmente para el Instituto de Obras Exteriores, apenas cumplidos los veintinueve. Entonces Quart fue a Enzo Rinaldi y pagó ciento quince mil liras por su primera corbata.

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