Читаем La piel del tambor полностью

Salvo el culatazo, lo de Panamá había sido una operación impecable que ahora se consideraba en el IOE modelo clásico de diplomacia en crisis. A las pocas horas de producirse la invasión norteamericana y la entrada de Noriega en la legación diplomática vaticana, Quart había aterrizado allí con urgencia después de un azaroso vuelo desde Costa Rica. Su misión oficial era ayudar al nuncio, pero en realidad iba a controlar las negociaciones y a informar directamente al IOE, relevando de esa tarea a monseñor Héctor Bonino, un argentino-italiano ajeno a la carrera diplomática, que carecía de la confianza plena de la Secretaría de Estado a la hora de manejar cuestiones heterodoxas. Y el cuadro era, en efecto, singular: los soldados norteamericanos, entre alambradas y caballos de Frisia, instalaron un potente equipo de megafonía que durante las veinticuatro horas atronaba el aire con música de rock duro a toda potencia, dirigida a socavar el aguante psicológico del nuncio y sus refugiados. En el edificio, alojados por despachos y pasillos, vegetaban un nicaragüense jefe de la contrainteligencia de Noriega, cinco etarras vascos, un asesor económico cubano que amenazaba todo el tiempo con suicidarse si no lo devolvían sano y salvo a La Habana, un agente del Cesid español que entraba y salía como Pedro por su casa para jugar al ajedrez con el nuncio e informar a Madrid, tres narcotraficantes colombianos, y el propio general Noriega alias Carapiña, con aquella cara devastada por cráteres lunares puesta a precio por los norteamericanos. A cambio del asilo, monseñor Bonino exigía que sus invitados asistieran a misa diaria; y era conmovedor verlos darse fraternalmente la paz unos a otros, el cubano a los narcos, los etarras al nicaragüense y éste al del Cesid, con Noriega todo letanías y golpes de pecho bajo el ceño fruncido del nuncio, mientras en la calle Bruce Springsteen martilleaba Born in U.S.A. La noche crítica del asedio, cuando comandos Delta con la nariz pintada de negro intentaron asaltar la Nunciatura, Quart se mantuvo en contacto telefónico con los arzobispos de Nueva York y Chicago hasta conseguir que el presidente Bush desautorizase el allanamiento. Por fin Carapiña se entregó sin demasiadas condiciones, el nicaragüense y los etarras fueron trasladados discretamente fuera de Panamá, y los narcos se esfumaron por las buenas, reapareciendo más tarde en Medellín. Sólo el cubano, que salió el último, tuvo problemas cuando los marines detectaron su presencia dentro del maletero de un viejo Chevrolet Impala alquilado por Quart, donde el agente del Cesid español lo sacaba de la Nunciatura por amor al arte, jugándose la carrera. El acuerdo negociado para su salida era secreto, y precisamente por eso el soldado Kowalski no estaba al tanto. Tampoco era el suyo un oficio de sutilezas diplomáticas; así que el intento de mediación de Quart terminó con su hombro roto a pesar del alzacuello clerical y el pasaporte pontificio. En cuanto al cubano, un tipo nervioso llamado Girón, estuvo un mes en una cárcel de Miami. Y no sólo incumplió su promesa de suicidarse, sino que a la salida obtuvo asilo político en Estados Unidos tras una entrevista concedida al Reader's Digest, bajo el título: Yo también fui engañado por Castro.


Había un desconocido sentado en el vestíbulo, y se puso en pie cuando Quart salió del ascensor. Debía de rondar los cuarenta años y era grueso de cintura, con el pelo lacio lacado de peluquería escaseándole en la coronilla.

– Me llamo Bonafé -se presentó-. Honorato Bonafé.

Quart se dijo que pocos nombres contradecían con tanto descaro el aspecto de su propietario. Honorabilidad y buena fe eran los últimos conceptos asociables con aquella papada prematura que parecía prolongación de las mejillas, y los párpados abolsados en torno a unos ojos pequeños y astutos, que miraban a su interlocutor como preguntándose cuánto podrían obtener por su traje y sus zapatos, si lograban hacerse con ellos para venderlos de segunda mano.

– ¿Podemos hablar un momento?

Era un sujeto desagradable, pero más lo era su sonrisa: una mueca fija, obsequiosa y encanallada a un tiempo, semejante a la de un clérigo de la vieja escuela que intentase ganar el favor de un obispo. A aquel individuo, pensó Quart, le habría ido bien la ropa talar en vez del arrugado traje beige y el bolso de cuero sujeto a la muñeca izquierda por su correa. Una muñeca de mano pequeña, gordezuela y fofa, de esas que al estrechar otra sólo ofrecen la punta de los dedos.

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