El cuarto orbe había sido entregado al hechicero Feal-thas para que lo guardara y éste lo había encerrado en el Muro de Hielo durante muchos siglos. El orbe había tenido una vida trágica y azarosa que lo había llevado a su destrucción a manos de un kender en el Consejo de la Piedra Blanca.
El orbe que en ese momento contemplaba Par-Salian, el único que quedaba, estaba en poder de Raistlin Majere. ¿Cómo era posible? Par-Salian era un hechicero poderoso, quizá uno de los más poderosos que hubiera vivido jamás, y se preguntaba si tendría la valentía de posar las manos sobre el orbe. Aquel objeto podía apoderarse de la mente de un hechicero y mantenerlo cautivo, atrapado para siempre en una pesadilla viva y atormentadora, tal como le había sucedido al infeliz Lorac. El joven mago Raistlin Majere se había atrevido a hacerlo y había logrado someter al orbe a su voluntad.
Mientras Par-Salian observaba el orbe, fascinado y asqueado al mismo tiempo, se le reveló la respuesta. Vio la figura de un hombre, un hombre que cargaba con el peso de muchos años, apenas piel y huesos, más muerto que vivo. El hombre apretaba los puños furioso y parecía que gritaba fuera de sí, pero sus gritos eran mudos.
Par-Salian miró a Raistlin admirado y asombrado, y éste le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—No te equivocas, Maestro del Cónclave. El prisionero es Fistandantilus. Me encantaría contarte la historia, pero no hay tiempo. Debéis quedaros callados. No digáis nada. No os mováis. No respiréis siquiera.
Raistlin posó las manos sobre el Orbe de los Dragones. Lanzó un aullido de dolor cuando del orbe salieron unas manos y se aferraron a él. Cerró los ojos y jadeó.
—Te lo ordeno, Viper, convoca a Cyan Bloodbane —dijo Raistlin con un hilo de voz. Temblaba, pero mantenía las manos obstinadamente sobre el orbe.
—¡Bloodbane es un Dragón Verde! —exclamó Ladonna—. ¡Nos mintió! ¡Quiere matarnos!
—¡Silencio! —ordenó Par-Salian.
Raistlin estaba concentrado en el orbe, escuchando una voz muda para ellos, la voz del orbe, y parecía que no le gustaba lo que le decía.
—¡No puedes bajar la guardia! —dijo enfadado, dirigiéndose al dragón que estaba en el orbe—. ¡No debes dejarlo libre!
Las manos del orbe apretaron con más fuerza las de Raistlin y el hechicero ahogó un grito de dolor, ya fuera por el ímpetu con que lo aprisionaban o por la dureza de la decisión que le pedían que tomara.
—Así será —dijo Raistlin al fin—. ¡Llama al dragón!
Par-Salian, con los ojos clavados en el orbe, vio que los colores se agitaban con violencia. La figura diminuta de Fistandantilus desapareció. El rostro de Raistlin se deformó en una mueca, pero no separó las manos del orbe. Toda su voluntad se centraba en el objeto y era ajeno a lo que sucedía alrededor.
—Ladonna, ¿estás loca? ¡Detente! —gritó Justarius.
Ladonna no le hizo caso. Par-Salian distinguió el destello del acero y pegó un salto hacia ella. Consiguió agarrarla por la muñeca e intentó quitarle el cuchillo. Ladonna se volvió hacia él, forcejeando, y le hizo un corte profundo en el pecho. Par-Salian se tambaleó hacia atrás, sangrando, y bajó la vista hacia la mancha roja que empezaba a empaparle la túnica blanca.
Ladonna se abalanzó sobre Raistlin. El hechicero no le prestó atención. El orbe empezó a brillar con una luz intensa, verde y vaporosa. Unos tentáculos brumosos salieron sinuosos del orbe y envolvieron el cuerpo de Ladonna. La mujer gritó y se retorció. El olor era sofocante. Par-Salian se cubrió la boca y la nariz con la manga. Justarius boqueaba en busca de aire fresco y, tambaleante, se acercó a la ventana.
—No les hagas daño, Viper —murmuró Raistlin.
Los tentáculos soltaron a su presa, y Ladonna se desplomó sobre una silla. Justarius intentaba recuperar el aliento, asomado a la ventana.
—Par-Salian —dijo Justarius, señalando hacia fuera. Par-Salian miró hacia allí.
Un dragón planeaba alrededor de la Torre de la Alta Hechicería. Su cuerpo gigantesco emitía un resplandor gris verdoso aterrador bajo la luz tenue del cielo sin lunas.
25
El Dragón Verde. El Caballero de la Muerte.
El anciano Dragón Verde Cyan Bloodbane despreciaba a todos los seres con los que se había encontrado en su vida, la cual abarcaba varios siglos. Mortales e inmortales, muertos y muertos vivientes, dioses o dragones; a todos los había odiado. Sin embargo, a algunos los había odiado con más ardor: a los elfos, por una parte; y a los caballeros solámnicos, por la otra. Había sido un Caballero de Solamnia, un tal Huma Dragonbane, quien le había arruinado la diversión a Cyan. Él era entonces un dragón joven y participaba en la Segunda Guerra de los Dragones.