La vela se consumió y el fuego se fue apagando. Par-Salian quedó envuelto en la oscuridad, apenas mitigada por el resplandor de las débiles brasas. Desistió de intentar estudiar sus hechizos. Para eso se necesitaba concentración y no lograba que su mente se concentrara en memorizar las arcanas palabras.
Ansalon se hallaba inmerso en el caos. Las fuerzas de la Reina Oscura estaban peligrosamente cerca de ganar la guerra. Quedaba alguna chispa de esperanza. La celebración del Consejo de la Piedra Blanca había reunido a elfos, enanos y humanos. Las tres razas se habían mostrado de acuerdo en dejar a un lado sus diferencias y unirse contra el enemigo común. La Dama Azul, la Señora del Dragón Kitiara y sus fuerzas habían conocido la derrota en la Torre del Sumo Sacerdote. Los clérigos de Paladine y de Mishakal habían llevado la esperanza y la curación al mundo.
A pesar de todas las buenas nuevas, la aterradora amenaza de los Dragones del Mal y la poderosa fuerza de sus ejércitos seguían alzándose contra las fuerzas de la luz. En ese mismo momento, Par-Salian esperaba con desasosiego que de un momento a otro le llevaran la noticia de la caída de Palanthas...
Llamaron a la puerta. Par-Salian suspiró. Estaba seguro de que se trataba de las noticias que tanto temía recibir. Su ayudante se había acostado hacía un buen rato, por lo que Par-Salian se levantó para abrir él mismo. Se quedó atónito al ver que su visitante era Justarius, de la Orden de los Túnicas Rojas.
—¡Amigo mío! ¡Eres la última persona a la que esperaba ver esta noche! Entra, por favor. Toma asiento.
Justarius entró en la habitación renqueando. Era un hombre alto, recio y fuerte como un roble, a no ser por la pierna de la que cojeaba. De joven siempre había disfrutado participando en competiciones de destrezas físicas. Todo aquello se había acabado con la Prueba de la Torre, que lo había dejado lisiado para siempre. Justarius nunca hablaba de la Prueba ni se quejaba de su cojera, a no ser para decir, encogiéndose de hombros y con media sonrisa, que había sido muy afortunado. Bien podría haber muerto.
—Me alegra ver que estás bien —seguía diciendo Par-Salian mientras encendía las velas y echaba leña al hogar—. Creí que estarías con los que luchan contra los ejércitos de los Dragones en Palanthas.
Se detuvo para mirar a su amigo con consternación.
—¿Ya ha caído la ciudad?
—Todo lo contrario —contestó Justarius, tomando asiento delante de la chimenea. Apoyó la pierna lisiada sobre un escabel para mantenerla elevada y sonrió—. Abre una botella de tu mejor vino elfo, amigo mío, porque tenemos algo que celebrar.
—¿De qué se trata? Dímelo sin más tardanza. Mis pensamientos han estado asediados por oscuros presagios —lo apremió Par-Salian.
—¡Los Dragones del Bien han entrado en la guerra!
Par-Salian se quedó mirando largamente a su amigo, dejó escapar un profundo suspiro y se estremeció.
—¡Alabado sea Paladine! Y Gilean, por supuesto —añadió rápidamente, lanzando una mirada a Justarius—. Cuéntame todos los detalles.
—Los Dragones Plateados llegaron esta mañana para defender la ciudad. Los ejércitos de los Dragones no lanzaron el ataque que se esperaba. Se nombró Áureo General a Laurana, de los elfos de Qualinesti, y se la puso al frente de las fuerzas de la luz, que incluyen a los Caballeros de Solamnia.
—Esto se merece algo especial. —Par-Salian sirvió vino para los dos—. Mi última botella de vino de Silvanesti. Por desgracia, me temo que no habrá más vino elfo de esa desgraciada tierra por una buena temporada.
Volvió a sentarse.
—Así que han elegido a la hija del rey elfo de Qualinesti como Áureo General. Es una sabia elección.
—Más bien una elección política —repuso Justarius con expresión irónica—. Los caballeros no lograban elegir un líder. La victoria sobre los ejércitos de los Dragones en la Torre del Sumo Sacerdote se debió en gran parte al coraje y la inteligencia de Laurana. Tiene el poder de inspirar a los hombres tanto con sus palabras como con sus actos. Los caballeros que combatieron en la torre la admiran y confían en ella. Además, hará que los elfos se unan a la batalla.
Los dos hechiceros alzaron sus copas y bebieron por el éxito del Áureo General y por los dragones bondadosos, como se los conocía popularmente. Justarius dejó la copa de plata en una mesita cercana y se frotó los ojos. Estaba demacrado. Se recostó en la silla con un suspiro.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Par-Salian, preocupado.
—Llevo varias noches sin dormir —explicó Justarius—. Y he recorrido los pasillos de la magia para venir aquí. Esos viajes siempre son agotadores.
—¿El Señor de Palanthas te pidió ayuda para defender la ciudad? —Par-Salian estaba asombrado.
—No, claro que no —contestó Justarius con cierta amargura—. De todos modos, yo estaba preparado para cumplir mi parte. Tengo que proteger mi casa y mi familia, además de mi ciudad, a la que amo.
Volvió a levantar la copa, pero no bebió. Fijó una mirada taciturna en el vino, de un intenso color ciruela.