Se echó la capucha hacia atrás y se levantó del banco con la intención de dirigirse a ellos. Les preguntaría sobre Sturm y sobre Laurana. Laurana la de los cabellos de oro...
—Si ese ladino está muerto, adiós y muy buenas —dijo Flint con crudeza—. Me ponía la piel de gallina.
Raistlin volvió a sentarse y se echó la capucha sobre la cara.
—En realidad no piensas eso... —empezó a contradecirle Tas.
—¡Claro que lo pienso! —bramó Flint—. ¿Cómo vas a saber tú lo que yo pienso o dejo de pensar? Lo dije ayer y lo repito hoy. Raistlin siempre nos miraba por encima del hombro. Y había convertido a Caramon en su esclavo. «Caramon, ¡hazme un té!» «Caramon, ¡lleva mi petate!» «Caramon, ¡límpiame las botas!» Menos mal que Raistlin nunca le dijo a su hermano que se tirara por un precipicio. Ahora mismo Caramon estaría en el fondo de un barranco.
—Vaya, pues a mí medio me gustaba Raistlin —intervino Tas—. Una vez me convirtió en un estanque de patos. Ya sé que a veces no era demasiado agradable, Flint, pero es que no se sentía bien con esos ataques de tos que tenía y además te ayudó cuando tuviste reúma...
—¡Yo no he tenido reúma ni un solo día en toda mi vida! El reúma es de viejos —se enfadó Flint—. ¿Y ahora dónde crees que vas? —añadió, sujetando a Tasslehoff, que ya estaba a punto de cruzar la calle.
—Pues pensaba subir a la biblioteca, llamar a la puerta y preguntar muy educadamente a los monjes si Raistlin está allí.
—Donde quiera que esté Raistlin, ten por seguro que no anda metido en nada bueno. Ya puedes estar sacándote de esa cabezota tuya la idea de llamar a la puerta de la biblioteca. Ya oíste lo que dijeron ayer: no se admiten kenders.
—Supongo que también podría preguntarles sobre eso —dijo Tas—. ¿Por qué no admiten kenders en la biblioteca?
—Porque si los admitieran, no iba a quedar ni un solo libro en los estantes, por eso. Robaríais hasta la última hoja.
—¡Nosotros no robamos a la gente! —se defendió Tasslehoff, muy ofendido—. Los kenders son muy honrados. Y me parece una auténtica vergüenza que ahí no admitan kenders. Voy a ir a cantarles las cuarenta...
Se zafó de Flint y echó a correr hacia el otro lado de la calle. Flint lo fulminó con la mirada.
—Vete si quieres, pero quizá te gustaría oír lo que he venido a decirte. Me envía Laurana. Mencionó algo sobre ti a lomos de un dragón... —le gritó un segundo después, con un brillo nuevo en los ojos.
Tasslehoff dio media vuelta tan rápido que se enredó con sus propios pies, tropezó y cayó al suelo cual largo era, con lo que se desparramó por la calle el contenido de la mitad de sus bolsas.
—¿Yo? ¿Tasslehoff Burrfoot? ¿A lomos de un dragón? ¡Oh, Flint! —Tasslehoff se levantó y recogió sus sacos—. ¿No es maravilloso?
—No —contestó Flint con frialdad.
—¡De prisa! —lo instó Tasslehoff, tirando de la camisa de Flint—. No querrás perderte la batalla.
—No está pasando en este mismo momento —repuso Flint, dando manotazos a las manos del kender—. Vete tú. Yo voy ahora.
Tas no necesitaba que se lo dijeran dos veces. Salió disparado calle abajo, parándose para decirle a todo el mundo que se encontraba que él, Tasslehoff Burrfoot, iba a montar un dragón con el Áureo General.
Flint se quedó quieto un buen rato después de que el kender se hubiera marchado, mirando fijamente la Gran Biblioteca. La expresión del viejo enano se puso muy grave y severa. Se dispuso a cruzar la calle, pero después se detuvo. Sus tupidas cejas grises se unieron en una sola línea. Hundió las manos en los bolsillos y sacudió la cabeza.
—Adiós y muy buenas —murmuró, y se dio la vuelta para seguir a Tas.
Raistlin permaneció sentado en el banco bastante tiempo después de que se hubieran ido. Estuvo allí sentado hasta que el sol desapareció por detrás de los edificios de Palanthas y sopló el aire frío de aquella noche de los albores de la primavera.
Por fin se levantó. No se dirigió a la biblioteca, sino que recorrió las calles de Palanthas. A pesar de que era de noche, las calles estaban atestadas de gente. El Señor de Palanthas había hecho una aparición pública para dar confianza a su pueblo. Los Dragones Plateados estaban de su parte. El señor había asegurado que los dragones habían prometido protegerles y por ello anunció grandes celebraciones. La gente encendía hogueras y bailaba por las calles. A Raistlin todo aquel ruido y alegría lo enervaban. Se abrió camino entre los borrachos, en dirección a una parte de la ciudad donde las calles estaban desiertas y los edificios, oscuros y abandonados.
Ni un alma habitaba aquella zona de la grandiosa ciudad. Nadie la visitaba. Raistlin nunca había estado allí, pero conocía bien el camino. Giró en una esquina. Al final de la calle desierta, rodeada por un bosque espectral de muerte, se levantaba una torre de negra silueta sobre el cielo en llamas.
La Torre de la Ata Hechicería de Palanthas. La torre maldita. Tiznado de negro y en ruinas, el edificio llevaba siglos vacío.