Читаем La Torre de Wayreth полностью

Tuvo que detenerse y apoyarse en un edificio. Luego, se limpió la sangre de los labios con la manga gris de la túnica robada. Se sentía más débil que de costumbre. La magia del Orbe de los Dragones que había utilizado para viajar de un continente a otro le había cansado más de lo que había previsto. Cuando había llegado a Palanthas cuatro días antes, estaba más muerto que vivo. Era tal su debilidad que se había desplomado en la escalera de la Gran Biblioteca. Los monjes se habían apiadado de él y lo habían llevado adentro. Más o menos se había recuperado, pero todavía no estaba bien. Nunca estaría bien..., hasta que rompiera aquel acuerdo.

Por lo visto Fistandantilus pensaba que el alma de Raistlin sería su recompensa. El archimago iba a sufrir una decepción. El alma de Raistlin era suya, no se la iba a entregar sin más a Fistandantilus.

Raistlin opinaba que el archimago había salido bien parado del trato que habían hecho en la torre. Al fin y al cabo, Fistandantilus estaba alimentándose de parte de la vitalidad de Raistlin para seguir aferrado a su miserable existencia. Raistlin consideraba que ambos estaban en paz. Había llegado el momento de poner fin a aquel acuerdo. El único inconveniente era que Raistlin no daba con la forma de hacerlo sin que Fistandantilus se enterara y lo detuviera. El viejo siempre andaba merodeando, escuchando a escondidas los pensamientos de Raistlin. Tenía que existir una manera de atrancar la puerta y cerrar las ventanas de su mente.

Al fin, Raistlin se recuperó y pudo reanudar su camino. Siguió recorriendo las calles, siguiendo las indicaciones que le daba la gente que se encontraba, y no tardó en dejar atrás el centro de la Ciudad Vieja y, con ella, la muchedumbre. Se adentró en los barrios obreros de la ciudad, donde las calles recibían el nombre de sus comercios. Pasó por la Avenida de los Ferreteros y la Ringlera de los Carniceros, por el mercado de Caballos y la callejuela de los Orfebres, de camino a la calle donde los mercaderes de lana ejercían su oficio. Estaba buscando un local en concreto, cuando miró callejón abajo y vio un letrero con los símbolos de las tres lunas: una luna roja, una plateada y una negra. Era una tienda de hechicería.

El comercio era pequeño, apenas un hueco en la pared. Raistlin se sorprendió de que hubiera una tienda así, ya fuera grande o pequeña. Le parecía inconcebible que alguien se hubiese molestado en abrir una tienda de objetos relacionados con la magia en una ciudad donde se despreciaba a aquellos que la practicaban. Sólo sabía de un hechicero que residiera en la ciudad y se trataba de Justarius, jefe de la misma orden a la que pertenecía Raistlin, los Túnicas Rojas. Raistlin suponía que habría alguno más. Nunca se había parado a pensarlo.

Sus pasos se fueron haciendo más lentos. Quizá la tienda de hechicería tuviera lo que estaba buscando. Sería caro. No podría permitírselo. No tenía más que una pequeña suma de piezas de acero, que durante meses había tenido que reunir y guardar celosamente. Necesitaba reservar ese dinero para pagar el alojamiento y la comida en Neraka, que era su destino, cuando ya se hubiera recuperado y hubiese terminado sus asuntos en Palanthas.

Por otra parte, el dueño de la tienda tendría que informar al Cónclave, el organismo que velaba por el cumplimiento de las leyes de la magia, de la compra de Raistlin. El Cónclave no lo detendría, pero lo convocarían en Wayreth y le instarían a que se explicase. Raistlin no tenía tiempo para todo eso. En esos momentos estaban pasando cosas cruciales que cambiarían el mundo. El final estaba a punto de llegar. No faltaba mucho para que la Reina Oscura celebrara su victoria. Y en los planes de Raistlin no estaba quedarse en la esquina de una calle vitoreándola, mientras ella desfilaba con paso triunfal. En sus planes, él mismo lideraba la comitiva.

Raistlin pasó de largo por delante de la tienda de hechicería y por fin llegó al lugar que estaba buscando. Pensó que habría podido encontrarlo guiándose únicamente por el hedor, mientras se tapaba la nariz y la boca con la manga. El negocio estaba en un patio grande, lleno de pilas de troncos para alimentar las hogueras. El humo se mezclaba con el vapor que salía de las calderas y de las enormes cubas, de las que emanaba una pestilencia provocada por los distintos ingredientes que allí se utilizaban, algunos de los cuales no eran precisamente muy agradables.

Agarrando su hatillo, Raistlin entró en un edificio pequeño que había cerca de donde hombres y mujeres cargaban aquellos troncos y removían el interior de aquellas cubas con unas palas grandes de madera. Un empleado escribía números en un libro voluminoso, sentado en una banqueta. Otro hombre, sentado en otra banqueta, repasaba unas listas interminables. Ninguno de los dos prestó atención a Raistlin.

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