Читаем La Torre de Wayreth полностью

—Esta noche puedes quedarte conmigo, aunque tendrás que dormir en el suelo. Mañana te encontraremos una habitación.

—Soy un antiguo soldado. Puedo dormir en cualquier sitio —dijo Raistlin. Parecía desilusionado—. Por lo que dices, no queda sitio para mí en la torre.

—Y dale con esa torre. ¿De qué torre estás hablando? —preguntó Iolanthe.

—De la Torre de la Alta Hechicería, por supuesto.

Iolanthe lo miró con expresión divertida.

—Ah, esa torre. Te llevaré mañana. Ya es muy tarde, o temprano, depende de cómo se mire.

Raistlin miró a uno y otro lado de la calle. No había nadie alrededor, pero de todos modos bajó la voz.

—Eso que dijo el Señor de la Noche sobre Ladonna y Nuitari, ¿es verdad?

—Tenía la esperanza de que tú lo supieras —contestó Iolanthe.

Raistlin estaba a punto de responderle, pero ella sacudió la cabeza.

—Asuntos tan peligrosos es mejor discutirlos a puerta cerrada.

Raistlin asintió, entendía lo que quería decir.

—Lo hablaremos cuando lleguemos a mi casa —dijo Iolanthe, y añadió en tono burlón—: mientras jugamos a las canicas.

<p>8</p><p>Una taza de té. Recuerdos. Una mujer peligrosa</p>Día sexto, mes de Mishamont, año 352 DC

La Vigilia Oscura ya había quedado muy atrás. Raistlin esperaba que no tuvieran que ir muy lejos, porque apenas le quedaban fuerzas. Se desviaron por una calle fuera de los muros del templo, conocida como la Ringlera de los Hechiceros, y Raistlin sintió un gran alivio cuando Iolanthe anunció que aquélla era la calle donde vivía. No era más que una calleja apartada. Debía su nombre a una hilera de tiendas que vendían productos relacionados con la magia. Raistlin se fijó en que la mayor parte de las tiendas parecían estar vacías. En las ventanas rotas de más de una había carteles donde se leía: se alquila.

El pequeño apartamento de Iolanthe estaba situado sobre una de las pocas tiendas de hechicería que seguía abierta. Subieron por una escalera estrecha y empinada, y Raistlin esperó a que ella quitara el cierre mágico de su puerta. Cuando entraron, Iolanthe dio a su invitado una almohada y una manta, y redistribuyó los muebles de la pequeña habitación que llamaba su «biblioteca», para que pudiera hacerse una cama en el suelo. Le deseó buenas noches y se fue a su dormitorio, advirtiéndole antes de que no era demasiado madrugadora y que no le gustaba que la despertasen antes del mediodía.

Agotado tras su experiencia en las mazmorras, Raistlin se tumbó en el suelo, se echó la manta por encima y se quedó dormido al instante. Soñó con los calabozos, con que estaba desnudo y colgando de unas cadenas, mientras un hombre sostenía una barra de hierro al rojo vivo y se acercaba a él...

Raistlin se despertó sobresaltado. La luz del sol bañaba la habitación. Al principio no recordaba dónde se encontraba y miró alrededor confundido, hasta que poco a poco fue acordándose de lo sucedido la noche anterior.

Suspiró y cerró los ojos. Alargó la mano, como tenía la costumbre de hacer todas las mañanas, y palpó el bastón que estaba junto a él. La suave madera era cálida y le infundía seguridad.

Raistlin sonrió al pensar en el desconcierto que sentiría el Señor de la Noche cuando fuera a deleitarse con el valioso objeto que le había requisado y descubriera que había desaparecido durante la noche. Uno de los poderes mágicos del bastón consistía en que siempre volvía al lado de su dueño. En el momento en que lo entregaba, Raistlin sabía que volvería a él.

Se sentó, agarrotado tras una noche durmiendo sobre el duro suelo, y se frotó la espalda y el cuello para aliviar los pinchazos que sentía. El pequeño apartamento estaba en silencio. Su anfitriona todavía no se había despertado. Raistlin se alegraba de tener la oportunidad de estar solo para aclarar sus pensamientos.

Se aseó y después hirvió agua para preparar la infusión que aliviaba sus ataques de tos. El Señor de la Noche le había quitado las hierbas que necesitaba, pero eran muy comunes y, después de fisgonear un poco por la cocina de Iolanthe, ya tenía todo lo que necesitaba. Estaba vertiendo el agua en la tetera cuando, de pronto, recordó que ya no tenía que tomar su té, pues la tos había desaparecido. Volvía a estar bien. Fistandantilus ya no le consumía las fuerzas.

De todos modos, Raistlin estaba acostumbrado a tomarse la infusión y siguió preparándola. Por desgracia, eso le recordó a su hermano. Caramon siempre le preparaba el té, era un ritual que se repetía todas las mañanas. Sus amigos, Tanis y los demás, no veían con buenos ojos que Caramon se ocupara de todos los pequeños quehaceres en beneficio de su hermano.

—No tienes las dos piernas rotas —le había dicho Flint a Raistlin en una ocasión—. ¡Hazte tú el dichoso té!

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