El Señor de la Noche podía ser un pervertido, un sádico y un loco, pero no era estúpido. Se había percatado, al igual que Iolanthe, de que la mano del joven mago no se separaba de una de las bolsas que llevaba colgadas del cinturón.
Raistlin parecía dudar. Iolanthe se acercó a él.
—No seas tonto. Haz lo que te dice —le susurró en voz baja.
Raistlin le lanzó una mirada y dejó el bastón en el suelo. Iolanthe se sorprendió al ver que no parecía demasiado apenado por su pérdida, porque sin duda tenía que saber que cualquier objeto de valor que el Señor de la Noche «guardara» desaparecía para siempre.
—Os quedaréis como testigo, señora —dijo el Señor de la Noche, mirándola con expresión ceñuda.
La hechicera suspiró y se unió a Raistlin, que estaba abriendo las bolsitas una a una, vaciando su contenido sobre la mesa. Fueron apareciendo los típicos ingredientes para hechizos: telarañas, guano de murciélago, pétalos de rosa, la piel de una serpiente negra, aceite negro, clavos de un ataúd, caracolas y cosas por el estilo. El Señor de la Noche estudiaba todos los objetos con repugnancia y se cuidaba mucho de tocarlos.
Todas las bolsas menos una descansaban en la mesa del Señor de la Noche. Iolanthe se fijó en que una todavía colgaba del cinturón de Raistlin, aunque éste la había deslizado hábilmente hacia un costado y la tapaba con la amplia manga de su túnica negra.
—Éstos son todos mis ingredientes para hechizos, señor —dijo Raistlin, y añadió humildemente—: Estaría muy agradecido si me los devolvierais, señor. No soy un hombre rico y me han costado mucho.
—Estos objetos son de contrabando —declaró el Señor de la Noche— y serán destruidos.
Llamó a uno de los peregrinos oscuros, que recogió los diferentes componentes con cautela y repugnancia, los metió en un saco y se los llevó. Otro peregrino oscuro cubrió el bastón con una manta, lo cogió y lo sacó de la habitación.
Raistlin no protestó. A juzgar por la ligera sonrisa sarcástica que esbozaba, sabía que el Señor de la Noche lo estaba castigando de forma arbitraria. Unos pétalos de rosa no iban a precipitar la caída de su Oscura Majestad. Todos los objetos que llevaba podían comprarse en cualquier tienda de hechicería de la ciudad.
—Acato vuestra decisión, señor —dijo Raistlin, haciendo una reverencia—. ¿Puedo irme?
—Si vuestra señoría lo desea, lo guiaré hasta la salida —se ofreció Iolanthe.
Apoyó los dedos en el brazo del joven y se sobresaltó al sentir el inusual calor que desprendía a través de los pliegues de la túnica. Era como si lo consumiera la fiebre, pero no mostraba síntomas de estar enfermo, aparte de un lógico cansancio. La intriga que Iolanthe sentía por el hermano de Kitiara crecía por momentos. Los dos estaban ya alejándose poco a poco cuando los detuvo la voz del Señor de la Noche:
—Muéstrame el contenido de la bolsa que queda.
Un rubor tiñó la piel dorada de Raistlin.
—Prometo a vuestra señoría que no tiene nada que ver con la magia. —Más que asustado, parecía avergonzado.
—Yo juzgaré eso —repuso el Señor de la Noche con un tono malhumorado. Dio un golpe sobre la mesa—. Ponlo aquí.
Raistlin desató el cierre de la bolsa con lentitud, pero no la abrió.
—No tienes elección —susurró Iolanthe—. Sea lo que sea lo que escondes, ¿merece la pena que te despellejen vivo por ello?
Raistlin se encogió de hombros y dejó caer la bolsa en la mesa, delante del Señor de la Noche. Dentro, se adivinaban varios bultos, y aterrizó con un golpe sordo.
El Señor de la Noche la observó con recelo. No estaba dispuesto a tocarla.
—Bruja, abridla —ordenó a Iolanthe.
Lo que a Iolanthe le habría gustado abrir era a aquel hombre odioso, en canal, pero contuvo su furia. Sentía tanta curiosidad como el Señor de la Noche por ver qué guardaba el joven mago con tanto celo.
Estudió la bolsa antes de levantarla y se fijó en que era de una piel muy gastada y que estaba atada con un cordel de cuero. No tenía escrita ninguna runa. No estaba protegida por ningún hechizo. Podría haber utilizado un truco sencillo para cerciorarse de que ningún otro escudo mágico la envolvía, pero no quería que el Señor de la Noche tuviese la impresión de que desconfiaba de un colega. Miró a Raistlin por debajo de sus largas pestañas, con la esperanza de que le hiciera alguna señal para decirle que no había ningún peligro. El hechicero parpadeó por debajo de la capucha y sonrió débilmente.
Iolanthe inspiró profundamente y tiró del cordel. Miró el interior de la bolsa y primero pareció sorprendida, justo antes de que le sobreviniera una carcajada. Dio la vuelta a la bolsa y el contenido se derramó, rodando en todas las direcciones.
—¿Qué es eso? —quiso saber el Señor de la Noche, furioso.
El Ejecutor se agachó para observarlo desde más cerca. A diferencia del Señor de la Noche, el Ejecutor sí era perverso y estúpido.
—Yo diría que son canicas, mi señor —contestó el Ejecutor solemnemente.