Iolanthe tenía que hacer esfuerzos por controlar sus labios, empeñados en curvarse en una sonrisa. En la oscuridad, alguien rió. El Señor de la Noche miró en derredor con expresión airada y la carcajada murió al instante.
—Canicas. —El Señor de la Noche fulminó a Raistlin con la mirada. Raistlin se sonrojó aún más. Parecía que la vergüenza lo hubiese paralizado.
—Sé que es un juego de niños, mi señor, pero soy muy aficionado. Jugar a las canicas me relaja. Si me permitís recomendároslo, si algún día os sentís alterado...
—Ya me has hecho perder demasiado tiempo. ¡Fuera! —ordenó el Señor de la Noche—. Y no vuelvas. La reina Takhisis se las arregla perfectamente sin los «tributos» de gentuza como tú.
—Sí, mi señor —contestó Raistlin y empezó a recoger rápidamente las canicas.
Iolanthe se agachó para coger una canica que había caído al suelo y que se había detenido cerca de la túnica del joven mago. Era una canica verde que brillaba con un resplandor inquietante. Recordaba, de cuando era niña, que esas canicas se llamaban «ojo de gato».
—Por favor, señora, no os molestéis —dijo Raistlin con su suave voz.
Con un gesto hábil, le arrebató la canica de entre los dedos. Cuando sus manos se rozaron, Iolanthe volvió a sentir aquel extraño calor que emitía su piel.
Ya arrastraban a otro prisionero a la sala. Estaba cargado con cadenas. Completamente cubierto de sangre, parecía más muerto que vivo. Raistlin lo miró cuando él e Iolanthe pasaron apresurados a su lado.
—Ese podrías ser tú —dijo la hechicera en voz baja.
—Sí —repuso, y añadió—: Estoy muy agradecido por vuestra ayuda, señora.
—No hace falta que seas tan formal. Me llamo Iolanthe —contestó ella, sacándolo rápidamente de la Corte.
La hechicera no tenía ni idea de dónde estaba ni de cómo salir de aquel laberinto de túneles, pero no dejaba de caminar. Su principal objetivo era poner toda la distancia posible entre el Señor de la Noche y ella.
—Tú eres Raistlin Majere. Ese es tu nombre, ¿verdad?
—Así es, señora. Quiero decir... Iolanthe.
Tuvo la tentación de decirle que conocía a su hermana Kitiara, pero decidió que eso sería revelar demasiada información demasiado pronto. El saber es poder y ella todavía no sabía cómo utilizar ese poder, o ni siquiera si merecía la pena que se preocupara. Un hechicero que jugaba a las canicas...
Encontró a un peregrino oscuro que se mostró encantado de escoltarlos fuera del templo. Mientras recorrían los salones llenos de recodos, Iolanthe se percató de que Raistlin se fijaba en todo. Sus extraños ojos jamás estaban quietos y mentalmente tomaba nota de cada giro, de cada escalera que pasaban, de los grupos de celdas y los pozos de ácido, de los puestos de guardia. Iolanthe podría haberle advertido que, si su intención era hacer un mapa del lugar, estaba perdiendo el tiempo. Las mazmorras se habían diseñado pensando en que fueran lo más confusas posible. En la circunstancia poco probable de que un prisionero lograra escapar, no tardaría en perderse en aquel laberinto y en volver a caer en las manos de los guardias o en precipitarse en un pozo de ácido.
Iolanthe estaba ansiosa por interrogar al joven mago, pero no podía dejar de pensar en el clérigo oscuro que caminaba cerca de ellos y que, sin duda, estaba ojo avizor debajo de su capucha. Por fin llegaron a una escalera muy estrecha y tortuosa por la que no podían subir juntos. A su guía no le quedó más remedio que adelantarse.
Ascendían lentamente, porque Raistlin se había quedado sin aliento casi nada más empezar y tenía que apoyarse en la barandilla de hierro.
—¿Estás bien? —preguntó Iolanthe.
—Durante muchos años sufrí una enfermedad. Ahora estoy curado, pero me ha dejado débil.
Mientras seguían subiendo, Iolanthe dijo algo educado. El joven mago no respondió. Iolanthe se dio cuenta de que ni siquiera la había oído. Estaba muy lejos de allí, absorto en sus propios pensamientos. Cuando llegaron a lo alto de la escalera, no había rastro del peregrino oscuro, pues éste había creído que aquellos molestos extraños lo seguían de cerca y ya había dado la vuelta a una esquina.
—Parece que nuestro guía nos ha perdido —comentó Iolanthe—. Deberíamos esperarlo aquí. En este sitio horrendo, nunca sé dónde estoy.
Raistlin miraba en derredor.
—En la escalera ibas muy concentrado en algo. Te he dicho una cosa y ni siquiera me has oído.
—Lo siento —contestó Raistlin—. Estaba contando.
—¿Contando? —repitió Iolanthe, perpleja—. ¿Contando el qué?
—Los escalones.
—¿Para qué?
—Tengo la costumbre de observarlo todo. Veinte escalones bajan al puesto de guardia desde la abadía en la que me materialicé. Mi repentina aparición de la nada causó bastante revuelo —añadió con un destello de humor en sus desconcertantes ojos.
—Ya me imagino.
—Al salir de la sala, subimos cuarenta y cinco escalones en la última escalera.
—Todo eso es muy interesante, supongo, pero no le encuentro una utilidad práctica. Sobre todo en un sitio tan inquietante como éste.