Читаем La Torre de Wayreth полностью

Lanzó los pétalos al rostro de los dos peregrinos oscuros y los hombres se desplomaron. Uno rodó a un lado y el otro cayó a los pies de Raistlin. Uno de los faroles también cayó y se rompió. La luz se apagó. Por desgracia, el otro farol seguía iluminando. A Raistlin le habría gustado tener tiempo para apagar la llama, pero no se molestó en hacerlo. Se oían silbidos y gritos, y recordó lo que Iolanthe le había dicho sobre la seriedad con la que los guardias de Neraka se tomaban el asesinato de un peregrino oscuro. Tratándose del asesinato del Ejecutor, toda la guarnición se pondría en marcha.

Raistlin vaciló un momento, pensando qué podía hacer. Podía retirarse rápidamente a los corredores de la magia y volver sano y salvo a su habitación. Alzó la vista al cielo y le pareció ver que Lunitari le guiñaba uno de sus ojos rojos. La diosa siempre había sentido cierto aprecio por él. Ésa podía ser la oportunidad que estaba esperando. Aunque se pudiera en peligro, no podía desperdiciarla.

Raistlin recordó la figura vestida de negro que había desaparecido tras la esquina y siguió el mismo camino. El brillo plateado de Solinari se mezclaba con el resplandor rojo de Lunitari y, bajo su luz, Raistlin vio de inmediato que el asesino había cometido un error. En su apresurada carrera, se había metido en un callejón sin salida. Al final del callejón se alzaba una alta pared de piedra. El asesino tenía que seguir allí. A no ser que tuviera alas, no habría podido escapar.

Raistlin aminoró el paso y avanzó con cuidado, escudriñando las sombras y atento al menor sonido. Quizá el asesino llevara más de un cuchillo y Raistlin no quería sentir su filo entre las costillas. Oyó una especie de arañazo y lo vio. Iba todo vestido de negro y estaba intentando trepar por la pared de piedra. El muro era demasiado alto y las piedras eran tan lisas que sus pies y sus manos no encontraban apoyo. El asesino se deslizó hasta caer en el suelo con un golpe seco y se quedó allí agazapado, maldiciendo en voz baja.

Bañado por la luz de la luna y medio oculto entre las sombras, el asesino parecía bajo y delgado. Al principio Raistlin pensó que era un niño. Se acercó más y, con la ayuda del resplandor de Lunitari, descubrió con asombro que se trataba de la kender que Talent Orren había echado de El Broquel Partido. No llevaba la ropa de colores brillantes que tanto gustan a los kenders, sino que iba completamente vestida de negro, con un blusón y unos pantalones. Escondían sus rubias trenzas bajo un gorro también negro.

El acero destelló en su mano. Sus ojos brillaban. La expresión de su rostro era lo menos kender que pudiera imaginarse: seria, decidida, fría y resuelta.

—Si llamas a los guardias, te corto el cuello —le amenazó la kender—. Puedo hacerlo. Soy rápida con el cuchillo. Ya lo has visto.

—No voy a llamarlos. Puedo ayudarte a saltar la pared.

—¿Un alfeñique como tú? —La kender resopló—. No podrías levantar ni a un gato.

Detrás de ellos, los guardias gritaban y tocaban los silbatos. La kender no parecía nerviosa ni asustada. En eso, actuaba como un kender normal y corriente.

—Puedo utilizar mi magia —dijo Raistlin—. Pero te costará algo.

—¿Cuánto? —preguntó la kender, frunciendo el entrecejo.

—No estás en situación de regatear —repuso Raistlin fríamente, y le tendió la mano—. Lo coges o lo dejas.

La kender vacilaba, mirándolo con recelo. El sonido de más silbatos y de fuertes pasos sobre el empedrado le ayudó a tomar una decisión. Le dio la mano. Raistlin pronunció las palabras del hechizo y los dos se separaron del suelo y flotaron por encima del muro. Llegaron a la calle que había al otro lado y se posaron en ella con la delicadeza de una pluma.

Tasslehoff habría exclamado y hecho muchos aspavientos, habría querido que le explicase el truco y habría insistido en que Raistlin le hiciera flotar otra vez. Pero esa kender mantuvo la boca cerrada. En cuanto tocaron el suelo, salió disparada como la flecha de un arco.

Mejor dicho, intentó salir disparada. Raistlin la tenía bien cogida de la mano y, acostumbrado a los trucos de los kenders, no la soltó, ni siquiera cuando ella retorció el brazo y estuvo a punto de romperse la muñeca y dislocarse el hombro.

A juzgar por los sonidos que se oían al otro lado del muro, habían llegado más guardias a la escena del crimen y estaban empezando a organizar la búsqueda del asesino.

—Tienes que pagarme —dijo Raistlin, sin soltar a la kender.

—No tengo dinero.

—No quiero dinero. Quiero información.

—Tampoco tengo —contestó la kender y trató de zafarse de nuevo.

—¿Cómo te llamas?

—A ti qué te importa.

—Mi nombre es Raistlin Majere —le dijo él—. Ahora ya lo sabes. Dime el tuyo. Eso no puede ser tan malo, ¿no?

La kender se lo pensó un momento.

—Supongo que no. Me llamo Marigold Featherwinkle.

Raistlin pensó que, a lo largo de toda la historia de Krynn, seguramente aquél era el nombre más extraño para un asesino a sangre fría.

—Me llaman Mari —añadió la kender—. ¿A ti te llaman Raist?

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