Raistlin llevaba más de una semana en el Palacio Rojo, preocupado e incapaz de quedarse quieto por culpa de la impaciencia, aburrido hasta el borde de la locura, solo y aparentemente olvidado por todos. El Palacio Rojo, a pesar de su nombre, era negro tanto por su color como por su espíritu. Se llamaba Palacio Rojo porque se encontraba en un acantilado desde el que se dominaba el campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Si miraba desde lo alto del pórtico que recorría la fachada posterior del palacio, Raistlin podía ver una hilera tras otra de las tiendas en las que vivían los soldados. A lo lejos se alzaba la muralla de la ciudad y la Puerta Roja. Detrás, las horrendas agujas retorcidas del templo.
La mansión había sido la gran obra de un clérigo de Takhisis de alto rango. El Espiritual se había visto implicado en una conspiración para derrocar al Señor de la Noche. Había quien decía que Ariakas también formaba parte del complot y que éste había fracasado porque había cambiado de bando en el último momento, traicionando a sus cómplices.
Nadie sabía si el rumor era cierto. Lo que sí sabía todo el mundo era que una noche el Espiritual había desaparecido de su suntuosa mansión y que al día siguiente Ariakas se había instalado en ella. El palacio estaba construido con mármol negro y era muy grande, muy oscuro y muy frío. Raistlin pasaba el tiempo en la biblioteca, leyendo, o vagando por los salones, a la espera de una audiencia con el emperador.
Iolanthe le aseguraba que había hablado a Ariakas en su nombre. Decía que Ariakas estaba impaciente por conocer al hermano de su querida amiga Kitiara y que seguro que encontraba un puesto para él.
Sin embargo, parecía que Ariakas controlaba perfectamente su impaciencia. Pasaba muy poco tiempo en el palacio, pues prefería trabajar en el puesto de mando situado en el campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Raistlin se lo había cruzado alguna vez y el emperador ni siquiera lo había mirado.
Después de verlo y de oír lo que la gente decía de él, Raistlin ya no estaba tan seguro de querer que se lo presentaran, y mucho menos de servirle. Ariakas era un hombretón orgulloso de su fuerza bruta y acostumbrado a utilizar su tamaño como herramienta intimidatoria. Era igual de hábil con la espada y la lanza, y tenía la habilidad de inspirar y liderar a los soldados. Era un militar muy eficaz y, como tal, había demostrado ser de gran utilidad para su reina.
Ariakas debería haberse contentado con dirigir las batallas, pero su ambición le había empujado a abandonar la relativa seguridad del campo de batalla y adentrarse en el ruedo político, mucho más peligroso. Había exigido la Corona del Poder y Takhisis se la había concedido. Había sido un error.
En cuanto Ariakas se puso la Corona del Poder, se convirtió en un objetivo a derribar. Sus compañeros, los Señores de los Dragones, empezaron a conspirar contra él. Él estaba convencido de ello, y no se equivocaba. Él mismo había hecho todo lo que se le había ocurrido para alimentar la rivalidad y los celos entre ellos, por lo que él era el único culpable de que al final se hubieran vuelto en su contra.
En muchos aspectos, a Raistlin Ariakas le recordaba a su hermano Caramon, en una versión arrogante y de alma oscura. En realidad, Ariakas no era más que un simple soldado luchando por sobrevivir en el lodazal de las intrigas y la política. El peso de su propia armadura empezaba a hundirle hacia el fondo y acabaría arrastrando consigo a todos los que colgaban de él.
Después de tres días, Raistlin le dijo a Iolanthe que se marchaba. Ella lo animó a que fuese paciente.
—Ariakas está concentrado en su guerra —dijo Iolanthe—. No le interesa nada más, y eso incluye a los jóvenes hechiceros llenos de ambición. Tienes que destacar. Llama su atención.
—¿Y cómo lo consigo? —preguntó Raistlin en tono agresivo—. ¿Choco con él cuando pase por el pasillo?
—Reza a la reina Takhisis. Pídele que interceda por ti.
—¿Por qué iba a hacerme caso? —Raistlin se encogió de hombros—. Tú misma dijiste que había dado la espalda a todos los hechiceros desde que Nuitari la abandonó.
—Sí, pero parece que la Reina Oscura te tiene en cierta estima. Te salvó del Señor de la Noche, ¿ya no te acuerdas? —repuso Iolanthe con una sonrisa maliciosa—. Porque fue la Reina Oscura quien te salvó, ¿verdad?
Raistlin murmuró algo y se fue.
Las preguntas y las insinuaciones de Iolanthe lo sacaban de sus casillas. Nunca sabía qué pensar de aquella mujer. Cierto, ella había evitado que los arrestaran. Los guardias del templo habían ido a interrogar a Raistlin poco después de que los dos huyeran de El Broquel Partido. Pero Raistlin tenía la sensación de que Iolanthe lo había salvado por la misma razón por la que un dragón perdona a sus víctimas: lo mantenía con vida para devorarlo más tarde.