A Raistlin le temblaron las manos. Se le encogió el corazón. Los humos ponzoñosos le embotaban la mente y le costaba pensar. Metió la mano en la bolsa y apretó el Orbe de los Dragones, sin querer soltarlo. Le pareció estar oyendo la voz de Fistandantilus, que pronunciaba las palabras mágicas con furia y desesperación, con la vana esperanza de destruir al dragón y liberarse de su prisión.
—Os serviré en todo menos en eso, mi reina —dijo Raistlin.
Un peso aplastante cayó sobre él. Era el peso del mundo, y Raistlin se hundía bajo él. Takhisis iba a desintegrarlo, a pulverizarlo. Raistlin apretó los dientes, se aferró al Orbe de los Dragones y no se movió.
Entonces, el peso, de repente, se aligeró.
Raistlin se encogió en el suelo, tembloroso. La voz no volvió a hablar. Lentamente, se levantó con movimientos vacilantes. La luz oscura brillaba en los ojos de las cabezas. Todavía podía sentir la maldad de la reina, un aliento frío que silbaba a través de unos afilados colmillos.
Raistlin se sentía aliviado, pero le confundía haber salido entero del encuentro. Takhisis podía haberlo aplastado como a una hormiga. Se preguntaba por qué no lo había hecho.
De golpe comprendió la razón y lo recorrió un escalofrío. Había sentido el peso del mundo, pero no el peso de Takhisis.
—No puede tocarme —se dijo, conteniendo el aliento.
Al regresar los Dragones del Mal, los sabios habían dado por hecho que Takhisis también había vuelto. Pero Raistlin ya no estaba tan seguro. Takhisis podía alcanzar a los mortales con su mano espiritual, pero no con la física. No podía ejercer el poder con toda su fuerza e ímpetu, lo que significaba que todavía no había entrado completamente en el mundo. Algo la detenía, le bloqueaba el paso.
Cavilando sobre esa cuestión, Raistlin casi echó a correr hacia la salida. Sentía la crueldad de los ojos y su oscuro odio clavados en su espalda. Parecía que la puerta de doble hoja estaba tan lejos como el final de los tiempos, pero por fin logró llegar a ella. Empujó y se abrió en cuanto la tocó. Salió del santuario y oyó el suspiro de las hojas cerrándose a su espalda. Llenó sus pulmones de aire fresco, aliviado. La sensación de mareo desapareció.
Se encontró en un vasto salón cuyo ornamentado techo se sostenía sobre unas imponentes columnas de mármol negro. Nunca había estado en esa parte del palacio, y estaba preguntándose cómo salir de allí cuando oyó que alguien se acercaba. Al levantar la vista, vio a Ariakas. Por primera vez, Ariakas también lo vio a él.
«Esto no es ninguna coincidencia», pensó Raistlin, y se puso tenso.
Ariakas le preguntó por su habitación, si la encontraba de su gusto. Raistlin contestó que así era, sin mencionar que tenía la intención de abandonarla en cuanto tuviera ocasión. Ariakas mencionó que Raistlin tenía que estar agradecido a Kit por su «puesto», lo que significaba, dado que Raistlin todavía no tenía ningún puesto, que no tenía nada que agradecerle. Raistlin se limitó a decir que era mucho lo que debía a su hermana.
A Ariakas no debió de gustarle el tono que empleó, pues frunció el entrecejo y dijo algo sobre que la mayoría de los hombres se humillaban y acobardaban delante de él. Después de haberse negado a humillarse y acobardarse ante la reina, Raistlin no estaba dispuesto a arrastrarse ante el lacayo de ésta. No obstante, no pudo evitar mostrarse un poco adulador y, más o menos, le contestó que sentirse impresionado no le hacía sentirse temeroso, y añadió que sabía que a Ariakas no le servían para nada los hombres temerosos.
—Preferiría que me admirarais —replicó Raistlin.
Ariakas se echó a reír y dijo que todavía no lo admiraba, pero que quizá lo hiciera algún día, cuando demostrara que lo merecía. Después, Ariakas siguió su camino.
Ese mismo día Raistlin se fue del Palacio Rojo. Recorrió los corredores de la magia para no tener que cruzar una de las puertas de la ciudad. No obstante, no tuvo más remedio que caminar por las calles de la ciudad, y se le aceleró el pulso cuando vio a dos draconianos con la insignia de la guardia del templo.
Por suerte para él, el alboroto provocado por la muerte del Ejecutor había ido apaciguándose. El Señor de la Noche creía que los Túnicas Negras de la Torre habían tenido algo que ver con el asesinato y, como los tres estaban muertos, había dejado de dar caza a los hechiceros. Había arrestado a numerosos «cómplices», había torturado a las víctimas hasta que habían confesado, les había dado muerte y después había anunciado que el caso estaba cerrado.
Raistlin temió que un pececillo tan pequeño como Mari hubiera quedado atrapado en las amplias redes del Señor de la Noche. Preguntó por la calle y descubrió que todos los sospechosos habían sido humanos, cosa que lo dejó más tranquilo. Se dijo a sí mismo que su preocupación por la kender sólo se debía a que había sido tan estúpido como para decirle su verdadero nombre.