Читаем Los Caballeros de Takhisis полностью

El caballero se plantó, protectoramente, a su lado, escudándolo con su cuerpo y con la espada desenvainada.

—¡Lo tengo! —exclamó Palin con alivio. Su mano se cerró sobre la suave madera y de inmediato el cristal brilló radiante. Apoyándose en el cayado, se puso de pie.

Y allí, ante ellos, estaba la Torre de la Alta Hechicería.

Era un edificio alto, construido con magia y mármol negro, que se elevaba hacia el oscuro cielo. Ni siquiera las estrellas lucían sobre la Torre de Palanthas. Las tres lunas sí lo hacían. Los muros de mármol relucían a la luz de Solinari, pues, aunque Solinari era un dios reverenciado por los Túnicas Blancas, él —como sus hermanos— reverenciaban a toda la magia. En lo alto de la torre, los rayos rojos de Lunitari relucían sobre los minaretes, que parecían estar teñidos con sangre. Por encima de ellos, más arriba de la galería conocida como la Avenida de la Muerte, se cernía Nuitari, la luna negra, guardiana especial de esta torre y sólo visible para los Túnicas Negras.

—Lo hemos conseguido —dijo Palin, con un nudo en la garganta.

El momento tan esperado había llegado. Casi echó a correr, pero los acontecimientos le habían enseñado a actuar con precaución. Esperó a que el caballero lo precediera.

A despecho de la fatiga, Steel echó a andar rápidamente. Él, también, se sentía aliviado al ver que la travesía de la arboleda llegaba a su fin. Juntos, caminando ahora a la luz de las dos lunas visibles, se acercaron a la cancela de hierro.

Que ellos vieran, no había ninguna cerradura. Daba la impresión de que la cancela se abriría con sólo empujarla. Sin embargo, ninguno de los dos alargó la mano ni deseaba tocar aquella reja, que chorreaba con la extraña, misteriosa humedad del Robledal de Shoikan.

No se veía a nadie. En las ventanas no brillaba ninguna luz, pero eso podía ser una ilusión. Quizás había —casi seguro que había— varios ojos observándolos.

—Bueno, Majere, ¿a qué esperas? —Steel señaló la cancela con su espada—. Éste es tu terreno. Adelante.

El joven mago no podía discutirle tal circunstancia, de manera que dio unos pasos y puso la mano en la verja.

Ésta se abrió suavemente.

Palin cobró ánimos. Se volvió a mirar a Steel con algo parecido a un abatido triunfo. Ahora le tocaba a él ir delante.

—Vamos —dijo—. Se nos ha invitado a entrar.

—Qué afortunados somos —rezongó Steel sin bajar la espada. Cruzó la cancela y entró en un patio ajardinado. Era un jardín extraño.

En él crecían muchas hierbas y flores que se utilizaban para componentes de hechizos. Cultivadas y cuidadas por los aprendices de mago, la mayoría de estas plantas crecían por la noche, desarrollándose con la luz invisible de Nuitari. Belladona, lirio de la muerte, orquídeas negras, rosas negras, ruda, dulcamara, beleño, adormidera, mandrágora, ajenjo, muérdago... Su perfume dulzón, cargado, intenso, saturaba el aire.

—No cojas ni toques ninguna de las plantas —advirtió Palin mientras caminaban por los húmedos adoquines grises del patio.

—No es la clase de ramillete que me gustaría —contestó Steel, aunque se detuvo para hacer una leve reverencia ante el lirio que era el símbolo de su orden.

Palin se estaba planteando cómo entrar en la torre propiamente dicha —guardaba un vago recuerdo de que había una campana— cuando los vio. Por todas partes, a su alrededor.

Ojos. Ojos inmóviles, sin pestañear. Sólo ojos.

Nada de calaveras, ni cuellos, ni brazos, torsos o piernas.

Ojos y manos.

Manos espantosas. Manos de fría muerte.

Steel estaba detrás de Palin.

—¿Qué son esos? —siseó el caballero al oído del mago.

—Los guardianes de la torre —advirtió Palin—. No..., no dejes que se acerquen a ti.

Los ojos se deslizaron hacia ellos, aproximándose. Tenía que haber centenares, brillando pálida y fríamente a la luz de Nuitari.

—¿Cómo, en nombre del Abismo, se supone que puedo impedírselo? —Steel se pegó a Palin, protegiendo la espalda del mago, del mismo modo que Palin guardaba la del caballero—. ¡Haz algo! ¡Di algo!

—Soy Palin Majere —exclamó el mago en voz alta—. ¡Apartaos!

—Majere... Majere... Majere...

El nombre se repitió como un eco en los muros de la torre, resonando a través del patio como el tañido de campanas disonantes, terminando en una risa burlona.

Palin se estremeció. La mandíbula de Steel se tensó; el semblante del caballero brillaba por el sudor.

Los ojos seguían acercándose más y más. Unas manos blancas, incorpóreas, aparecieron en la oscuridad. Los dedos esqueléticos señalaban los palpitantes corazones de los dos seres vivos. Un leve roce, y la sangre se les congelaría, el latido del corazón cesaría.

—¡En nombre de Chemosh, os ordeno que os apartéis! —gritó Steel de repente.

Los ojos relucieron... pero sólo de cólera.

—Yo no mencionaría ese nombre otra vez —advirtió Palin en voz queda—. Aquí sólo se respeta a un dios.

—¡Entonces, haz tú algo, señor mago! —replicó con dureza Steel.

—He venido a ver a Dalamar —explicó el joven mago desesperadamente—. Vengo a visitar a vuestro señor.

—Es mentira... mentira... mentira...

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