La hembra de dragón azul y los que montaban en ella partieron de Valkinord después de ponerse el sol, y volaron sobre Ansalon en la oscuridad, en silencio.
El cielo nocturno estaba despejado y aquí arriba, por encima de los jirones de nubes, hacía un fresco que no se notaba en ninguna otra parte de Ansalon. Steel se quitó el yelmo, que tenía la forma de una calavera, y sacudió el largo y negro cabello, dejando que el viento que levantaban las alas del dragón secara el sudor de su cabeza y su nuca. Se había despojado de la mayor parte de la pesada armadura que llevaba en batalla, dejando únicamente el peto debajo de una capa de viaje de color azul oscuro, brazales de cuero, y espinilleras por encima de las botas altas de cuero. Iba fuertemente armado, ya que se aventuraba en territorio enemigo. Un arco largo, una aljaba llena de flechas, y un venablo iban sujetos a la silla del dragón. Sobre su persona llevaba una espada, la de su padre, la antigua espada de un Caballero de Solamnia que en un tiempo perteneció a Sturm Brightblade.
La mano de Steel descansaba sobre la empuñadura, un gesto que había cogido por costumbre. Escudriñó atentamente hacia abajo a través de la oscuridad, procurando ver algo aparte de negrura; las luces de un pueblo, quizás, o la rojiza luz de luna reflejada en un lago. No vio nada.
—¿Dónde estamos, Llamarada? —inquirió bruscamente—. No he visto señales de vida desde que dejamos la costa.
—No imaginé que querrías verlas —replicó la hembra de dragón—. Cualquier ser vivo que encontremos aquí será hostil con nosotros.
Steel desestimó el comentario encogiéndose de hombros, como dando a entender que podían cuidar de sí mismos. Trevalin había hablado de «inmenso peligro», ya que viajaban sobre territorio enemigo, pero, en realidad, era mínimo. La mayor amenaza para ellos eran los otros dragones, los plateados y los dorados. Los pocos que se habían quedado en Ansalon cuando sus hermanos regresaron a las islas de los Dragones estaban, según los informes, concentrados en el norte, alrededor de Solamnia.
Pocos en esta parte de Ansalon se arriesgarían a entrar en combate con un caballero negro y un dragón azul. Llamarada, aunque pequeña para los de su raza, ya que medía sólo unos once metros de longitud, era joven, feroz y tenaz en la batalla. La mayoría de los dragones azules eran excelentes hechiceros; Llamarada era la excepción. Era demasiado impetuosa, carecía de la paciencia necesaria para lanzar conjuros. Prefería luchar con colmillos, garras y su devastador aliento de ardientes rayos, con los que podía hacer pedazos las paredes de un castillo y prender fuego a un bosque. Llamarada no tenía muy buena opinión de los magos y no le había hecho gracia la perspectiva de tener que transportar a uno de ellos. Había hecho falta un montón de súplicas y zalamerías por parte de Steel, así como el cuarto trasero de un ciervo, para por fin persuadirla de que permitiera que Palin montara en su espalda.
—Sin embargo, no lo hará, ¿sabes? —había comentado Llamarada con una sonrisa de satisfacción mientras devoraba el tentempié—. Me echará un ojeada y se asustará de tal modo que se ensuciará su bonita túnica blanca.
Steel había temido que ocurriera esto. El guerrero más valeroso del mundo podía perder la presencia de ánimo por lo que se conocía como «miedo al dragón», el terror y el sobrecogimiento que estos enormes reptiles inspiraban a sus enemigos. En efecto, Palin se puso lívido al ver a la hembra de dragón, con sus rutilantes escamas azules, sus llameantes ojos y las hileras de afilados dientes, que en ese momento chorreaban sangre del reciente refrigerio.
Al principio, Steel pensó que habría de renunciar a llevar consigo al joven o que tendrían que buscar otro medio de transporte más lento. Pero la imagen de los cuerpos de sus hermanos, envueltos y atados a la parte trasera de la silla de montar, había prestado coraje al mago. Palin había apretado los dientes, había caminado con resolución hacia el flanco del dragón, y, con ayuda de Steel, había montado.
El caballero había sentido temblar al joven mago, pero Palin se guardó de gritar o pronunciar una sola palabra. Se mantuvo erguido, con dignidad; una demostración de coraje cuyo mérito Steel no pudo menos de reconocer.
—Sé dónde estamos, en caso de que creas que me he perdido —añadió Llamarada suavemente—. Sara y yo recorríamos esta ruta... aquella noche, en que se encontró con Caramon Majere y te traicionó.
Steel sabía a qué noche se refería la hembra de dragón, y mantuvo un hosco mutismo.
Sara había volado hasta Solace una noche, buscando a Caramon para pedirle ayuda. Steel iba a llevar a cabo la Prueba de Takhisis a fin de ser nombrado Caballero del Lirio. Después de explicar a Caramon las circunstancias del nacimiento de Steel, le pidió que la ayudara a llevar al joven hasta la tumba de su padre, en la Torre del Sumo Sacerdote, confiando en que al verla y comprender lo que había representado Sturm, cambiara de parecer.