Читаем Los Caballeros de Takhisis полностью

—Si existe la menor posibilidad de que el tal Ariakan mantenga su palabra —les dijo el gobernador a los hombres de los gremios—, debemos aprovecharla. De otro modo, sentenciaremos a nuestro pueblo a la muerte o a un destino aún peor.

Los jefes de gremio accedieron a regañadientes.

Lord Ariakan tuvo su respuesta mucho antes de que el sol se pusiera.

Las puertas de la ciudad se abrieron, y las tropas entraron en ella. La gente esperaba, temerosa de recibir malos tratos, ser víctima de la brutalidad o acabar asesinada.

Los hombres físicamente capacitados fueron rodeados y llevados a la plaza de la ciudad, donde uno de los oficiales de lord Ariakan les dirigió una arenga acerca de la gloria y los honores que aguardaban a quienes se unieran a las filas de Takhisis. No se apuntó ni un solo hombre. Entonces fueron encadenados y maniatados con grilletes y se los llevaron, algunos para servir en los barcos negros, y otros a trabajar talando árboles con los que se construirían balsas que transportarían a las fuerzas de Ariakan por el río.

Al resto de los ciudadanos de Kalaman se les dijo que regresaran a sus casas.

La flota de Ariakan recaló en puerto, y él entró en la ciudad con poca fanfarria y se puso de inmediato a trabajar. Sus caballeros patrullaron las calles.

Al día siguiente, los ciudadanos de Kalaman despertaron con miedo, pero vieron que los dragones se habían marchado, que el ejército de bárbaros pintarrajeados de azul había desaparecido, y que la ciudad seguía intacta. El mercado abrió, siguiendo órdenes de lord Ariakan. A los tenderos se les dijo que abrieran los comercios y empezaran a trabajar como siempre.

Aturdidos, incrédulos, los vecinos comenzaron a ocuparse de sus asuntos poco a poco. La única diferencia visible entre el nuevo día y el anterior era la presencia de los caballeros de armadura negra patrullando por las murallas y por las calles de la ciudad. Aquí y allí, una esposa lloraba por el marido hecho prisionero; un niño sollozaba por el padre ausente; una madre lamentaba al hijo perdido; pero eso era todo.

Kalaman había caído sin apenas un quejido.

Ariakan, sentado tras su escritorio en la mansión del gobernador, desenrolló un mapa y su mirada se detuvo en Palanthas.

19

La rueda gira. La rueda se detiene. La rueda vuelve a girar

Aquella tarde, antes del ocaso, Caramon y Tika enterraron a sus dos hijos.

En Solace era costumbre plantar un vallenwood joven por cada nueva tumba. De este modo, se creía, el alma del muerto entraba en el árbol y en consecuencia nunca moría realmente. Ésta era una razón por la que los vallenwoods eran sagrados para la gente de Solace, una razón por la que jamás se cortaba un árbol vivo.

Tanin y Sturm Majere serían enterrados en una pequeña parcela familiar que se veía desde la posada El Último Hogar. En ella descansaba Otik, anterior propietario de la posada y amigo de toda la vida de Tika y de Caramon. En ella, algún día, también descansarían ellos dos, cuando dejaran atrás este mundo con sus preocupaciones y tristezas. Jamás se les había pasado por la cabeza que dos de sus hijos los precederían.

Caramon empezó a cavar la tumba solo, pero enseguida se corrió la voz por Solace y no pasó mucho tiempo antes de que un vecino viniera a ayudarlo, luego otro, y otro, hasta que todos los hombres de la ciudad se encontraron allí para echar una mano. Trabajaron bajo el calor, por turnos, parándose para descansar a la sombra que, a causa del incesante y ardiente viento, no ofrecía mucho alivio. Los hombres cavaban la tumba en silencio, ya que habían expresado sus condolencias al llegar. En general, hicieron caso omiso de Porthios y de sus elfos, que estaban de guardia alrededor de la posada, donde su reina yacía, dando a luz. Los elfos, en general, hicieron caso omiso de los vecinos.

También acudieron las mujeres de Solace y llevaron de regalo comida y ropas de bebé, ya que se había corrido la voz del inminente nacimiento. Tika guardó las ropitas para dárselas a Alhana en secreto antes de que la realeza elfa exiliada partiera para seguir con sus intentos de recuperar sus tronos, y lograr paz y estabilidad para las naciones elfas. Tika era consciente de que Porthios jamás aceptaría los «desechos» de ropas en desuso de los humanos, pero, como le dijo a Dezra:

—Los padres sólo poseen lo que llevan puesto. ¿Con qué van a vestir al pobre bebé? ¿Con hojas?

Tika trabajó sin parar todo el día, negándose a hacer un alto para tumbarse o descansar un rato. Había mucho que hacer, con un bebé a punto de nacer, clientes que llegaban a la posada y parroquianos locales a los que dar de comer.

—Dejaré a un lado las lágrimas por hoy —le dijo a Dezra—. Los dioses saben que seguirán estando aquí mañana. En cuanto al dolor en mi corazón... estará ahí siempre.

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