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Palin durmió durante todo el día. Su sueño era tan profundo que, cuando su padre cogió en brazos su cuerpo desmadejado de la mesa y lo llevó a su cuarto, el joven mago ni siquiera rebulló. Steel también durmió en una habitación de la parte trasera de la posada, con la espada a mano y el peto de la armadura montando guardia contra la puerta. El caballero había resistido todos los intentos de convencerlo para que descansara, hasta que Tanis el Semielfo había hecho notar secamente que su negativa a confiar en ellos era un insulto a su honor.

—Cuando te acompañamos a la Torre del Sumo Sacerdote para rendir homenaje a tu padre, los dos prometimos protegerte con nuestras vidas, proteger al hijo de Sturm Brightblade. Es ofensivo por tu parte negarte a aceptar esa promesa.

Con gesto altanero, Steel se fue a la cama y se quedó dormido casi de inmediato.

Tanis pasó el día con Porthios, no porque disfrutara mucho con la compañía de su cuñado, sino porque la proximidad de tantos humanos estaba poniendo nervioso al señor elfo.

Fue un día de tensión y de tristeza. Uno de los hombres que estaba cavando la tumba sucumbió al calor, se desplomó y tuvo que ser llevado a la posada, donde estiban sentadas las mujeres, sudando y abanicándose mientras hablaban de la mala cosecha y preguntándose cómo iban a pasar el invierno. Los niños, que no entendían lo que estaba pasando, pero conscientes de que éste no era un día para jugar y meter ruido, permanecían cerca de sus madres.

Los elfos exiliados estaban en las ramas de los vallenwoods, montando guardia y soñando despiertos con sus patrias.

Y entonces, a la puesta de sol, empezó el funeral.

Palin, Tika y Caramon estaban de pie junto al clérigo de Mishakal, a la cabecera de la tumba. Tanis se encontraba cerca de ellos, pensando con cariño en su propio hijo, que, aunque vivo, estaba perdido para él.

Bajaron reverentemente los cuerpos de los dos hermanos, envueltos en sus mortajas de lino, a la sepultura en laque descansarían en paz juntos. El clérigo entonó una plegaria, y los vecinos pasaron en fila junto a la tumba abierta; algunos echaban en ella algún pequeño recuerdo y otros comentaban con afecto alguna hazaña de los hermanos, que se habían ganado el cariño de todos.

Cuando la pequeña ceremonia hubo concluido, los hombres empezaron a tapar la tumba, y entonces, para asombro de todos, llegó Porthios acompañado por un contingente de guerreros elfos. Con cortedad, dirigió unas palabras amables a Caramon y Tika, y a continuación, plantado junto a la sepultura, el señor elfo entonó un canto de duelo por los muertos. Aunque nadie entendía las palabras, la melodía triste, aunque esperanzada, arrancó lágrimas que mitigaban el acervo dolor de la pérdida, dejando sólo una dulce pena. Tika empezó a llorar entonces, acunada en los brazos de su esposo.

Porthios terminó la canción y se apartó. Los hombres cogieron palas y empezaron a tapar la tumba con tierra. Llegado este momento era costumbre echar flores a los cuerpos, pero hacía mucho que todas las flores se habían agostado por el calor. El montón de tierra que cubría a los dos caballeros fue apisonado con amoroso cuidado. El clérigo de Mishakal estaba a punto de elevar una última plegaria y dar la bendición, cuando la multitud que rodeaba la tumba se apartó a los lados de repente, ya que los presentes retrocedían con alarma.

Steel Brightblade se acercaba caminando entre ellos.

Ofendidos por la intrusión en estos momentos de pesar, los vecinos lo instaron a que se marchara. Porthios tenía un gesto ceñudo; los elfos, con las manos sobre las armas, cerraron filas en torno a su señor.

Steel no les prestó atención, y llegó hasta la cabecera de la tumba.

—Señor —dijo el clérigo de Mishakal con severidad—, tu presencia aquí no es bien recibida. Es un insulto a los muertos.

Steel no hizo comentario alguno. Se mantenía callado, serio y reservado, haciendo caso omiso del clérigo, los insultos y las amenazas. Llevaba en las manos un paquete que había ido atado en la narria en la que había transportado los cadáveres.

Caramon, perplejo, miró a su hijo. Palin se limitó a sacudir la cabeza; no tenía idea de lo que pasaba. En un incómodo silencio, todos observaron y esperaron pata ver qué iba a hacer el caballero negro.

Steel se inclinó sobre una rodilla, desenvolvió el paquete, y lo extendió sobre la agostada hierba parda.

Los últimos rayos del sol agonizante brillaron sobre la espada rota de Tanin, y al lado estaba el mango de la lanza rota de su hermano. Steel cogió las armas y las colocó, cuidadosamente, sobre la tumba. Luego, arrodillado y con la cabeza inclinada, empezó a entonar palabras en un lenguaje raro y desconocido.

El clérigo de Mishakal se acercó presuroso a Tanis y le tiró de la manga.

—¡Detenlo! —instó—. ¡Está lanzando algún tipo de conjuro maligno sobre los muertos!

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