Las legiones de cafres llegaron al pie de las murallas de la ciudad y la rodearon de seis en fondo, sus cuerpos azotando las murallas como un salvaje océano viviente. Instalaron las máquinas de asedio con impunidad, pues en las murallas quedaban pocos que intentaran hacerles frente. Los cafres golpearon sus espadas contra los escudos, gritaron amenazas en su tosco lenguaje, y dispararon flechas a cualquiera que fue lo bastante valiente o lo bastante necio para dejarse ver. Pero eso fue todo. Ellos, también, aplazaron el ataque.
La flota permanecía en mar abierto, a excepción de dos fragatas que habían sido enviadas para ocuparse de las defensas del puerto. Cuando estaban cerca de la bocana, la primera batería de balistas abrió fuego contra la fragata que iba a la cabeza y la alcanzó en el centro, pero por encima de la línea de flotación. Su tripulación se puso a reparar los daños, y siguió avanzando a buen ritmo. Las catapultas dispararon, y fallaron los dos tiros. Las fragatas enfilaron veloces a la bocana del puerto y se enfrentaron a los barcos antorcha que en ese momento empezaban a arder. Dos dragones azules sobrevolaron en círculo la muralla del puerto, a poca altura, y derribaron las armas emplazadas, que cayeron al agua; los que las manejaban saltaron a las espumeantes aguas.
La única batería de balistas situada en el extremo opuesto abrió fuego contra los dragones mientras pasaban volando. No acertaron a ningún dragón, pero uno de los jinetes salió lanzado por el costado de su montura y cayó a las aguas del estuario.
Las fragatas amarraron los barcos antorcha con largos cabos de arrastre y empezaron a sacarlos de la bocana del puerto para dejarlos que ardieran en mar abierto. Los valerosos equipos de las balistas, temerosos de la ira de los dragones, huyeron a la ciudad propiamente dicha.
A media tarde, Ariakan pensó que la ciudad había sudado más que suficiente. Hizo llamar a su heraldo, le dio unas órdenes, y lo envió, portando una bandera de tregua, a Kalaman.
El enviado cabalgó hasta las puertas de la ciudad, con la bandera blanca ondeando sobre su cabeza. Iba escoltado por tres caballeros que no llevaban ni armadura ni armas, para demostrar que no intentaban ninguna acción violenta. La ciudad rehusó abrir las puertas para dejar entrar al enviado, pero el gobernador aceptó parlamentar desde lo alto de la muralla. Estaba a plena vista y al alcance de un disparo de arco, un acto de valor por el que los caballeros negros que acompañaban al heraldo saludaron al semielfo con respeto.
—¿Qué queréis, secuaces del Mal que atacáis sin motivo a una ciudad pacífica? —demandó el gobernador.
—Venimos a exigir la rendición de Kalaman al poderoso Ariakan, lord Caballero de Takhisis, que pronto gobernará todo Ansalon.
—Otros servidores de Takhisis se han jactado de lo mismo en el pasado, y ahora la están sirviendo en el Abismo, que es a donde enviaría a tu señor. —El gobernador hablaba con audaz aplomo para levantar el ánimo de aquellos de sus hombres que habían tenido bastante coraje para resistir el miedo al dragón. Pero no se sentía intrépido, ni mucho menos. Estaba abrumado por la desesperación. Kalaman no tenía la menor esperanza de resistir ante un enemigo tan numeroso que venía por tierra, mar y aire—. Oigamos vuestras condiciones —añadió con gesto severo.
El heraldo empezó a enunciarlas:
—Los habitantes de Kalaman depondrán las armas, abrirán las puertas de la ciudad y permitirán la entrada de lord Ariakan y sus tropas. Jurarán lealtad a lord Ariakan como sus vasallos. Los hombres en edad de combatir habrán de presentarse en la plaza de la ciudad, donde se les ofrecerá la oportunidad de unirse a las filas de las fuerzas de lord Ariakan. Aquellos que no quieran unirse, serán hechos prisioneros.
»Si aceptáis las condiciones de lord Ariakan, no se causará el menor daño a vuestra ciudad. Dejará en paz a vuestras mujeres y a vuestros hijos. Si no aceptáis sus condiciones y os empeñáis en impedir la entrada en la ciudad a lord Ariakan, jura que arrasará los edificios, vuestras casas arderán hasta los cimientos, los hombres serán hechos esclavos, las mujeres entregadas a los bárbaros para su recreo, y los niños asesinados ante los ojos de sus madres.
»Lord Ariakan os da de plazo hasta la puesta de sol para que consideréis sus condiciones.
—¿Cómo sabremos que el tal lord Ariakan mantendrá su palabra?
—Lord Ariakan es un Caballero de Takhisis —replicó el heraldo con orgullo—. Su palabra es sagrada. Os hace esta promesa: rendíos y tendréis paz. Luchad y os sobrevendrá la destrucción.
El heraldo se alejó al galope, seguido por la guardia de honor de los caballeros. El gobernador descendió de la muralla y fue a consultar con los jefes de gremio. Los dragones azules sobrevolaban en círculo la ciudad, reduciendo a cenizas el valor que pudiera quedar en Kalaman.