Llamarada utilizó sus poderosas patas traseras para impulsarse sobre el arenoso terreno. Saltó en el aire y, extendiendo las alas, aprovechó la débil brisa marina que soplaba del océano para remontarse en el cielo.
Palin la vio partir con cierto pesar. Ahora Steel y él estaban solos, dependiendo de sí mismos, y ello no parecía suficiente.
—¿Vienes, Majere? —preguntó Steel—. Eras tú el que tenía mucha prisa.
Encontraron un pequeño bote de pesca que había sido arrastrado hacia la playa. Steel cargó sus bultos en la embarcación y la empujó hasta el agua. La mantuvo cerca de la orilla el tiempo suficiente para que Palin —entorpecido por la túnica— subiera a ella, y después la siguió empujando hasta que las olas le llegaron a las rodillas; sólo entonces subió también él.
Cogió los remos, los metió en el agua, y silenciosa, sigilosamente, bogó hacia el puerto.
—Hay una linterna en el fondo del bote. Enciéndela —le ordenó a Palin—. No nos interesa levantar sospechas.
Las otras naves del puerto, más grandes, tenían colgadas linternas encendidas para evitar que otras embarcaciones chocaran contra ellas. Palin hizo lo que le decía, utilizando la mecha y el pedernal que encontró en la proa. Mientras trabajaba, al joven le chocó que hubiera una linterna en un bote tan pequeño, pero sobre todo que Steel supiera que estaba allí. De hecho, ¿cómo sabía que estaría el bote? Quizá los pescadores utilizaban la luz para pescar de noche o para hacer contrabando, un negocio mucho más lucrativo en estos tiempos que la pesca.
El joven mago sostuvo en alto la linterna mientras Steel impulsaba el bote con los remos; Palin tuvo mucho cuidado en evitar que la luz cayera sobre la armadura del caballero negro.
Hacía una noche calurosa y quieta. Dejaron de sentir la brisa del mar en el mismo momento en que entraron en el abrigo del puerto. Palin estaba bañado en sudor, y Steel debía de estar aún más incómodo, ya que no se había quitado la capa para cubrir el peto y los demás atavíos. Al pasar muy cerca de un barco minotauro grande, de tres mástiles, Palin volvió la vista atrás y reparó en que el rostro del caballero brillaba por la transpiración; tenía el negro cabello húmedo, ensortijado junto a las sienes.
Pero no se quejó, sino que siguió remando sin aparente esfuerzo, con una fuerza y una destreza que Palin envidió. Sólo de mirarlo, le dolían los brazos.
Una voz ronca les gritó desde el barco minotauro. Al alzar la vista, Palin atisbo una cabeza astada recortada contra las estrellas.
—¡Forte ahí, marineros de agua dulce! ¡Apartaos! ¡Como hagáis un agujero a mi barco lo taparé con vuestros miserables cuerpos!
—Borracho —comentó Steel—. No estamos tan cerca.
Pero Palin advirtió que el caballero se inclinaba sobre los remos y hacía que el bote se deslizara rápidamente sobre las negras aguas. El joven mago movió la linterna en un gesto de disculpa y por toda respuesta recibió una palabra malsonante de despedida.
—¡Apaga la luz! —ordenó Steel cuando se encontraron cerca de los muelles.
Palin lo hizo, apagando la llama de un soplido.
Steel levantó los remos y dejó que el bote siguiera avanzando con su propio impulso, ayudado por la marea ascendente. De vez en cuando, metía un remo en el agua para corregir el rumbo. Al llegar a los muelles se agarró a uno de los pilares y aguantó hasta que el bote viró en redondo y se deslizó casi bajo el muelle.
—¡Baja! —ordenó.
Palin buscó la escala del muelle y la encontró. Iba a tener que ponerse de pie en un pequeño bote bamboleante, agarrar la escala, y auparse a ella. Bajó la vista a la lóbrega negrura del agua que borboteaba y chapoteaba contra los pilares.
—¿Y qué hago con el bastón? —inquirió, volviéndose hacia Steel—. No puedo sujetarlo mientras subo.
—¡Yo te lo sostendré! —dijo el caballero, que agarraba el pilar con las dos manos, luchando contra la corriente que intentaba arrastrar el bote hacia la orilla.
—No. —Palin aferró el cayado con fuerza.
—¡Entonces pídele que te siga ahí arriba por sí mismo! ¡Date prisa, Majere! ¡No podré aguantar mucho más!
El joven mago vaciló, no por miedo, sino preocupado por dejar atrás su valioso bastón. Steel hizo un sonido siseante y lanzó a Palin una mirada iracunda.
—¡Vamos, maldito seas!
Palin no tenía opción. Tenía que confiar, como Steel había dado a entender, en que el cayado cuidaría de sí mismo. Lo soltó suavemente sobre el asiento del bote y se puso de pie, esforzándose por mantener el equilibrio. Steel consiguió, a base de pura fuerza, arrimar más el bote al muelle. Palin se lanzó hacia la escala, la cogió, y se agarró a ella aterrorizado cuando el bote se deslizó bajo él.
Sus pies buscaron un apoyo frenéticamente y encontraron el último escalón. Con un suspiro de alivio, empezó a trepar, tropezando con la túnica, pero logró llegar a salvo arriba. De inmediato se dio media vuelta y se inclinó para recobrar el bastón.
Vio, aterrado, que no estaba en el bote.
—¿Qué has hecho con mi bastón? —gritó, olvidando, en su miedo y su rabia, que se suponía que debían guardar silencio.