Una patrulla pasaba cerca, avanzando lentamente por este sector y asomándose a los callejones. Steel se aplastó contra la pared de un edificio, y Palin hizo lo mismo. Los guardias iban haciendo una detenida investigación, compartiendo, evidentemente, la opinión de Palin sobre que éste era un escondite ideal. De hecho, uno de los guardias empezó a adentrarse en el callejón. Palin notó la mano de Steel apartándose de su brazo, y supuso que ahora estaba aferrando la empuñadura de la daga.
Sin saber muy bien si ayudarlo o impedírselo, el joven mago aguardó en tensión que los descubrieran.
Un sonido furtivo, a cierta distancia, atrajo la atención de los guardias. El capitán llamó a su hombre, y la patrulla reanudó presurosa la marcha muelle abajo.
—¡Hemos pillado a uno!
—¿Dónde?
—¡Lo veo! ¡Ahí está! —gritó uno de los guardias.
Se oyó el ruido de botas corriendo por el muelle; las porras golpearon con fuerza. Un grito penetrante resonó sobre el agua. Palin rebulló con inquietud; aquel grito no le sonaba como el de un depravado contrabandista.
—No te muevas —le gruñó Steel—. No es asunto nuestro.
Uno de los guardias chilló.
—¡Maldita sea! ¡Me ha mordido!
Se escucharon más golpes de las porras. El grito dio paso a un lloriqueo.
—¡No daño mí! ¡No daño mí! ¡Mí no hace nada malo! ¡Mí caza ratas! ¡Ratas gordas! ¡Ratas ricas!
—Un enano gully —dijo uno de los guardias con un tono de asco.
—¡Me mordió, señor! —repitió el guardia, cuya voz sonaba ahora realmente preocupada—. Me siento mal.
—¿Lo arrestamos, señor? —preguntó otro.
—Echad un vistazo a lo que lleva en ese saco —ordenó el capitán.
Al parecer había cierta renuencia a cumplir la orden, ya que el capitán tuvo que repetirla varias veces. Por fin, uno de los hombres debió de hacerlo. Se lo oyó vomitar.
—Sí que son ratas, señor —confirmó otro—. Muertas o a punto de morir.
—¡Mí da todas ratas! —exclamó la voz llorosa—. ¡Tú coges, general, «vuesa mercés»! Hace buena cena. No daño pobre Larvo. No daño.
—Soltad a ese desdichado —ordenó el capitán—. Si lo apresamos, tendrán que desinfectar otra vez la celda. No es un contrabandista, de eso no cabe duda. Vamos, teniente. No te vas a morir por un mordisco de gully.
—Eso no se sabe, señor —se quejó el hombre—. Oí decir que un tipo sí murió por eso. Fue espantoso, señor. Echaba espuma por la boca y tenía las mandíbulas encajadas, y...
—Te llevaremos al Templo de Paladine —dijo el capitán—. Dos de vosotros, acompañadlo. Sargento Grubb, ven conmigo.
La patrulla salió por el portón principal. Cuando los guardias estuvieron a una distancia desde la que no podían oírlos, Steel salió del callejón; se movió tan de improviso que Palin tuvo que correr para no quedarse atrás.
—¿Adónde vas? —inquirió.
El caballero no contestó. Siguió caminando recto, hacia un sonido de sorbetones. Tanteando en la oscuridad, Steel agarró una desaliñada figura forcejante que olía ligeramente peor que el callejón en el que se escondía.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡«Sesino»! ¡«Lardón»! ¡No golpea mí! ¡No golpea mí! —suplicó el gully—. ¿Tú «queres» ratas? Yo dar ti...
—A callar —dijo Steel mientras sacudía al gully hasta que éste no pudo seguir lloriqueando porque los dientes le castañeteaban—. Deja de chillar. No voy a hacerte daño. Necesito cierta información. ¿Cuál es la pescadería de Cati
El gully se quedó fláccido entre las manos del caballero.
—Mí sabe. ¿Qué vale? —preguntó astutamente.
—¿Qué te parece tu miserable vida? —sugirió Steel mientras volvía a sacudir a la criatura.
—No le sacarás nada así —intervino Palin, que rebuscaba en sus bolsillos—. ¿Por qué vamos a la tienda de una pescadera? —preguntó en voz baja—. A menos que de repente te hayan entrado unas ganas tremendas de comer mero...
—Tengo mis razones, Majere. Y tú estás perdiendo el tiempo —dijo Steel con impaciencia.
—Toma. —El joven mago sacó una moneda y se la ofreció al gully—. Cógela.
El enano gully se la cogió de un rápido manotazo y la examinó a pesar de la oscuridad.
—¿Cobre? —Olisqueó la moneda—. Mí quiere acero.
Palin le entregó otra moneda apresuradamente. Había oído la inhalación exasperada del caballero.
—A ver, ¿dónde está la pescadería de Cati... cómo se llamaba?
—Cati
—Dos tiendas abajo —contestó el enano gully—. No más de dos.
—Eso puede significar cualquier cosa, desde dos a veinte. —Palin suspiró—. ¿Qué aspecto tiene esa tienda?
—Pez grande en cartel. Sólo un ojo.
El gully se sacó, prácticamente, uno de sus propios ojos en su intento de examinar bien de cerca la segunda moneda. Al parecer estaba satisfecho, ya que metió el dinero en una raída bolsita y salió corriendo, probablemente temeroso de que Palin lo pensara mejor y le quitara el dinero.
Steel echó a andar a lo largo del muelle.
—Necesito luz. No veo maldita la cosa. Es una pena que no nos trajéramos la linterna.
—¿Y qué pasa con los guardias? —preguntó Palin.
—No podrían vernos, ya que nos cubre ese barco grande. Tampoco es que importe...
—