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Steel no sabía por qué lo hacía. Era joven, tan inmortal como los propios dioses, pensaba, y por lo tanto no necesitaba gran cosa de ellos. No había entrado en el templo propiamente dicho. Sus paredes de mármol le resultaban sofocantes, restrictivas. No muy lejos de donde se encontraba ahora había un álamo. Debajo del árbol había un banco de mármol, uno viejo, una reliquia de alguna familia noble de tiempos remotos. Frío y duro, el banco de piedra no era un asiento cómodo y por lo general era evitado por la mayoría de los fieles.

A Steel le encantaba. Había un friso esculpido en el respaldo del banco. De ejecución algo burda, ya que probablemente lo había hecho algún aprendiz mientras aprendía el oficio, el friso representaba el funeral de un Caballero de Solamnia y era una obra conmemorativa. El caballero yacía sobre su sepulcro de piedra, con los brazos cruzados sobre el pecho, con el escudo recostado a un lado del sepulcro, algo impropio, pero así es la licencia artística. A ambos lados del cuerpo del caballero había doce caballeros de escolta, todos ellos idénticos y todos en actitud muy solemne y severa.

Steel recordaba haberse sentado en la hierba, con la barbilla sobre los brazos que tenía apoyados en el banco. Allí, durante un breve tiempo, el tumulto de su alma cesaba, la ardiente cólera de su cerebro se calmaba, sus puños apretados se relajaban. Contemplaba fijamente el iriso, dotándolo de vida con su imaginación infantil. A veces, el funeral era el suyo; había muerto realizando hazañas heroicas, por supuesto. Le gustaba imaginarse que había muerto salvando las vidas de los otros niños —los que se decían sus amigos— y que ahora, cuando ya era demasiado tarde, venían a ofrecerle su agradecimiento y su aprecio. Otras veces se imaginaba como un asistente al funeral de otro caballero. Se veía a sí mismo no como uno de los dolientes, sino como el que había matado al caballero. Había sido en un torneo honorable. El caballero había muerto heroicamente, y Steel había acudido a su funeral para rendirle homenaje.

Casi exactamente lo mismo que había pasado recientemente con los hermanos Majere.

«No seas necio, Brightblade», se reconvino con severidad, avergonzado de este momentáneo lapso de caer en la superstición. «Con todo, es extraño», se dijo mientras escudriñaba en la oscuridad, intentando, sin éxito, atisbar un brillo de luz de luna sobre el frío mármol blanco del banco. «Había olvidado por completo ese viejo banco...» Sonrió para sí, en medio de la oscuridad. Fue una sonrisa tierna, triste.

Ahora sabía lo que había que saber sobre los dioses. Había dedicado su vida a uno de ellos, una diosa oscura, la que regía la negrura de su alma. Lo castigaría si se le ocurría buscar el descanso en aquel banco. Y no sólo eso, sino que indudablemente Paladine descargaría su ira sobre cualquier servidor de su Oscura Majestad que osara aventurarse en el sagrado recinto. Simplemente pisar la hierba, como había hecho, se consideraría un sacrilegio.

Palin lo observaba intensamente, y estaba a punto de decir algo, cuando un rugido bajo y profundo los silenció a ambos.

Era un rugido salvaje y desafiante, y venía de atrás.

—No te muevas —advirtió el mago en voz baja. Estaba frente a Steel y podía ver lo que había a la espalda del caballero—. Es un tigre. Está a unos diez pasos detrás de ti. Se...

—No os alarméis, caballeros —dijo una voz fría y calmada en la oscuridad—. Éste es Tandar, mi guía. No os hará daño. Es muy tarde para andar por la calle. ¿Es que os habéis perdido? ¿Os acucia algún problema? ¿Puedo hacer algo para ayudaros?

Steel se movió, girando lentamente sobre sus talones, cauteloso, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Palin se acercó al caballero, presuroso.

El felino salió a un claro de luz de luna plateada. Era un tigre blanco, una especie muy poco común en Ansalon. Las rayas eran negras y grises; sus ojos, verdes con puntitos dorados, y con una expresión peligrosamente inteligente. Era una bestia enorme, maciza, las zarpas del tamaño de la cabeza de un hombre. Un collar dorado brillaba en su cuello, y del collar colgaba un medallón con la imagen de un dragón de platino: el símbolo de Paladine.

Por supuesto, no era el tigre el que había hablado, aunque por su mirada inteligente bien podría haberlo hecho. La que se había dirigido a ellos era una mujer, que salió de las sombras y se paró al lado del tigre, con la mano posada sobre su cabeza. Había descrito al animal como «su guía». Cuando salió a la luz de Solinari, Steel comprendió por qué andaba por la noche en compañía de la gran bestia.

Esta mujer siempre caminaba en tinieblas, pues jamás vería la luz del sol. Estaba ciega.

Entonces la reconoció. Era Crysania, la Hija Venerable de Paladine, suma sacerdotisa del Templo de Paladine, la cabecilla de los seguidores del dios en Ansalon.

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