La prueba definitiva consistía en un viaje en la
Habían pasado nueve años desde que un mocito temerario llamado Alan Donnell había salido del Recinto de los Astronautas, cruzado el puente y entrado en la desconcertante ciudad de York.
Alan tenía veintiséis años, no era un niño ya. Era de la misma edad que tenía Steve cuando éste fue llevado, dormido, a bordo de la
Y la
Pero, para los tripulantes de la
Steve Donnell tenía veintiséis años todavía.
Y Alan tenía ya la misma edad que su hermano. La Contracción había igualado la edad de ambos. Volvían a ser mellizos.
Y la
Capítulo XIX
No fue difícil para Alan averiguar el rumbo que llevaba la
La única manera de cambiar la trayectoria era aminorar la velocidad, y minorada ésta, ya no se podía volver a aumentar; la nave seguiría desviándose lentamente hacia las estrellas, y su tripulación moriría de vejez.
Gracias a ese Registro era posible conocer la situación en el espacio de una nave en peligro y mandar otra para intentar el salvamento. El espació es inmenso, y sólo de ese modo se puede localizar la posición de una nave.
El Registro no facilitaba información sobre las rutas a todo el mundo; pero Alan supo convencer al funcionario que le atendió de que él llevaba buenas intenciones. Cumplidas ciertas formalidades legales, el joven consiguió lo que deseaba.
Para ello se amparó en una antigua disposición que decía que los tripulantes de una astronave podían, en determinados casos de justificada necesidad, solicitar esa información del Registro.
Alan tomó nota de las coordenadas.
La
El joven pasó sus dedos por el cuadro de mandos durante un momento; acarició los modernos instrumentos que iba a manipular por primera vez: cuadrantes, palancas, compensador de superpropulsión, transmutador de combustible, guía de distorsión, índice de curvas. Comprendía Alan que todos esos vocablos raros eran nombres nuevos que formarían parte de la docta jerga científica que hablarían y escribirían los astronautas del futuro.
Púsose a operar con los nuevos mandos. Trazó las coordenadas con sumo cuidado y las comprobó luego seis o siete veces. Estaba satisfecho al fin; había calculado una hiperpropulsión que lo llevaría en pocos días adonde se hallaba la
La velocidad de la
Había llegado la hora de la gran prueba. Alan cambió algunas palabras con sus amigos y colaboradores que estaban en la torre de control y pidió permiso para despegar.
Un momento después empezaron a contar los segundos al revés. Alan se preparó para el despegue.
Temblaba el joven al pensar que iba a pilotar una nave movida por primera vez por la hiperpropulsión. Iba a penetrar en lo desconocido, iba a ser el primero en emplear medios de navegación acaso peligrosos. El viaje le llevaría más allá de la continuidad de espacio-tiempo… ¿Adonde le conduciría…? ¿Podría volver de allí?
Él esperaba que sí.
Apretó los botones para hacer funcionar el piloto automático.
Luego de haber dejado atrás la órbita de la Luna sonó un timbre para advertirle que la propulsión de Cavour iba a desempeñar su cometido.
Alan experimentaba una sensación indefinible. No apartaba la vista de la pantalla televisora.
Las estrellas habían desaparecido. Había desaparecido la Tierra llevándose consigo todo lo que había vivido en la memoria de Alan, incluso los recuerdos que el joven guardaba de los nueve años que residió en ese planeta, a Hawkes, a Jesperson, a la ciudad de York, al Recinto…