Ardía en deseos de estrenarla; pero, tras un aplazamiento, venía otro. Primero, tenía que ganar el título de piloto, y para eso había de estudiar y examinarse; pero, como ya había aprendido muchas cosas en la
Fue aprobado en junio de 3879, un mes después del vigésimo aniversario de su nacimiento. Para ese tiempo ya había computado y vuelto a computar un centenar de veces su órbita para ir a Venus.
Tres años duraba su ausencia de la
Gracias a la Contracción de Fitzgerald, sólo eran unas cuatro semanas para la tripulación; para los tripulantes de esa nave solamente había pasado un mes desde que Alan se había separado de ellos, pero para el mozo habían transcurrido tres años.
Había crecido en esos tres años. Sabía adonde iba y nada le asustaba. Conocía a la gente. Y veía que se estaba acercando cada vez más el momento de lograr su gran ambición.
La salida estaba señalada para el 5 de septiembre de 3879. La órbita, la trayectoria que iba a seguir, requería un viaje de seis días, a poca aceleración, de un punto a otro de los 65.000.000 de kilómetros que separan la Tierra de Venus.
En el astropuerto, Alan mostró su título de piloto y entregó un informe de la órbita que se proponía seguir.
El personal del astropuerto encargado de poner en condiciones de navegación a la nave estaba ya avisado de que ésta despegaría ese día. Hubo manifestaciones de sorpresa cuando Alan subió a la cámara de mando y al ver que el nombre que llevaba la nave era el de
Los ojos de Alan acariciaron los relucientes instrumentos del cuadro de mandos. Se puso al habla con la torre central y de allí le dijeron la hora de despegue. Inspeccionó rápidamente los contadores de combustible, las válvulas de respuesta de los timones-reactores. Grabó en una cinta la órbita y la puso en la bandeja receptora del piloto automático. La cinta penetró en el computador haciendo un agradable zumbido.
—Faltan ocho minutos para despegar.
Nunca habían pasado tan despacio ocho minutos. Alan miró hacia abajo, al campo, y vio que los hombres estaban haciendo los preparativos para el despegue.
—Falta un minuto para despegar, piloto Donnell.
Diez segundos antes de que dieran el aviso de salir, Alan hizo funcionar el piloto automático y apretó el botón que transformaba su asiento en una especie de hamaca que le protegería de la aceleración. El asiento descendió, y Alan se halló tendido en la hamaca, la cual se movía suavemente de un lado a otro. Desde la torre de control dieron la orden de despegue. Alan, impaciente, esperaba que se oyera el ruido de la aceleración.
Al hacerse audible, la nave empezó a dar sacudidas, luchó con la gravedad por un momento y luego despegó de la Tierra.
Un rato después vino el silencio repentinamente, al enmudecer las turbinas. Lo rompieron las turbinas laterales al ponerse a funcionar y dar movimiento de barrena longitudinal a la pequeña nave. La gravedad artificial empezó a desempeñar sus funciones. El despegue había sido perfecto. Ya sólo restaba esperar que se acercase Venus.
Los días pasaban. Alan experimentaba, alternativamente, estados de melancolía y de euforia. Cuando se sentía melancólico se decía que ese viaje a Venus era una locura, que Cavour había sido un paranoico y que la navegación hiperespacial era el sueño de un idiota.
Pero en sus momentos de alegría se imaginaba que iba a encontrar la nave de Cavour, y él construiría una flota movida por la hiperpropulsión. ¡Se podría llegar a las lejanas estrellas casi instantáneamente! Como había dado la vuelta a la Tierra hacía dos años, así daría la vuelta a las galaxias. Visitaría Canopus y Deneb, Proción y Rigel, iría a todas ellas. Iría de una estrella a otra, desde un extremo del Universo al otro.
El brillante óvalo de Venus relucía más y más. Se arremolinaba y enroscaba la capa nebulosa que envolvía al planeta hermano de la Tierra.