«No me queda otro remedio; tendré que irme de la Tierra para acabar de montar mi generador. Los necios que me acechan para arrancarme el secreto y los burlones no me dejarán en paz, y en ninguna parte de la Tierra puedo tener la soledad que necesito. Me iré a Venus, que está deshabitado o es inhabitable. Acaso no me molestarán durante el par de meses necesarios para poner mi nave en buenas condiciones de navegación interplanetaria. Después podré volver a la Tierra para enseñarles lo que he hecho, y les ofreceré un viaje de demostración a Rigel —ida y vuelta en pocos días—, y quizá…
»¿Por qué atormentan en la Tierra a los pocos hombres que tienen ideas originales? ¿Por qué me persiguen sin cesar desde que declaré que hay un modo de hacer más cortas las distancias espaciales? Nadie contesta a estas interrogaciones. La contestación se oculta en el más apartado y oscuro lugar del alma colectiva humana, y nadie comprende lo que sucede allí. Estoy contento de saber que triunfaré, pese a todo. Algún día, en los siglos venideros, se acordarán de mí y dirán que fui uno de los que lucharon victoriosamente contra la corriente, como Copérnico, como Galileo.»
El Diario terminaba así; pero en las páginas finales —muy pocas— había cálculos, un esquema de colocación en la órbita de Venus, cifras, estadísticas de la distribución geográfica de las masas continentales de Venus.
Alan pensaba que Cavour fue en verdad un bicho raro. La mitad de las «persecuciones» de que se quejaba solamente habían existido en su febril imaginación. Eso poco importaba. Había ido a Venus; daba testimonio de ello el Diario, que había ido a parar al Instituto de Tecnología de Londres. Y, para Alan, sólo había que dar el siguiente paso lógico: ir a Venus, seguir la órbita que Cavour había trazado en su Diario.
Se decía el joven que tal vez no sería imposible hallar la nave en que viajó Cavour, y hasta el lugar en que tuvo su laboratorio y algunas notas de sus observaciones. Alan no podía abandonar la pista que había descubierto, sino que tenía que seguirla.
Habló de ello con Jesperson.
—Voy a comprar una nave pequeña para ir a Venus.
Miró al abogado con ansiedad, dispuesto a no admitir los reparos que éste le hiciera. Pero el letrado se limitó a sonreír y responder:
—Está bien. ¿Cuándo piensa irse?
—¿No se opondrá usted? La nave costará por lo menos doscientos mil créditos.
—Me lo figuro. Yo también he leído el Diario de Cavour. Sabía que no tardaría usted mucho en querer ir a Venus. Me creo inteligente y opino que vale la pena dar esa batalla. Cuando haya elegido la nave, dígamelo, y le firmaré el cheque.
Pero no era la cosa tan fácil como parecía. Alan la buscó, pues la quería nueva, a ser posible. Estuvo varios meses viendo y examinando naves, oyendo los consejos de los hombres entendidos que prestaban sus servicios en el astropuerto. Finalmente, eligió una, que le pareció la que necesitaba. Era una bonita y brillante máquina de veinte metros, modelo 3878, equipada con convertidores Lexman y reactores iónicos corrientes para el vuelo atmosférico. Era hermosa de verdad vista en el astropuerto a la sombra que proyectaban las grandes astronaves.
Alan se enorgullecía de ser su dueño. Era una aguja fina de color verde oscuro que deseaba vivamente atravesar el vacío. El joven, que solía pasearse por el astropuerto, oía las alabanzas que le hacían los hombres que trabajaban allí.
—¡Qué bonita es esta nave verde! ¿Quién será el feliz mortal que la posee?
A Alan le daban ganas de decirles: «Es mía. Su propietario soy yo, Alan Donnell.» Pero se hubieran reído de él. Los mozos de menos de diecinueve años no poseían naves último modelo que valían 225.000 créditos.