Читаем Obsesión espacial полностью

El robot-informador era un muñeco metálico, pintado de color verde, que estaba metido en un quiosco situado en el centro de una calle ancha y bien pavimentada. Alan se acercó a él y le dio las señas del domicilio que había ocupado Cavour trece siglos antes.

—No existe esa ficha en el archivo —respondió la voz metálica del robot —. Como no haya sido cancelada por haber desaparecido la calle…

—Existía en el año 2570. En ella vivía un tal Cavour.

El robot digirió los nuevos datos. Canturrearon los relés que tenía en su interior en tanto él buscaba los datos que le habían pedido en el almacén de su memoria. Gruñó al cabo de un rato:

—Se ha encontrado la ficha que le interesa.

—¡Bravo! ¿Por dónde se va?

—Fue demolido el barrio entero allá por los años 2982 a 2997, durante la reconstrucción general de Londres. Nada queda ya.

—¡Oh! — exclamó Alan.

No desmayó el joven. Seguiría la pista londinense hasta el fin Se le ocurrió entrar en el Instituto Tecnológico de Londres. En el vestíbulo vio en el cuadro de honor el nombre de Cavour y en la Biblioteca de la Casa descubrió un ejemplar de la obra del sabio científico. Nada más pudo hallar en aquella ciudad. Después de permanecer en ella un mes, partió hacia el Este, atravesando Europa.

La Europa que veía Alan se parecía muy poco a la Europa descrita en los libros que había en la Biblioteca de la Valhalla. Esto no era de extrañar. Las astronaves visitaban la Tierra de diez en diez años. La mayoría de los libros que guardaba la Biblioteca de la Valhalla habían entrado en ésta el año 2731. Y la faz de Europa había cambiado casi totalmente desde entonces.

Los resplandecientes edificios actuales reemplazaban a los antiguos, que habían resistido las acometidas impetuosas del tiempo durante más de un milenio. Un puente rutilante enlazaba a Dover con Calais. Sobre todos los ríos de Europa se habían tendido puentes, por los cuales se podía pasar de un Estado a otro de la Federación Europea. En algunos lugares, aquí y allá, conservaban aún los monumentos del pasado: la Torre Eiffel quedaba empequeñecida por los altísimos edificios que la rodeaban, pero aún alzaba su estructura metálica en París. También existía aún en la capital de Francia la hermosa Catedral de Nuestra Señora. Pero el resto de lo que fue Ciudad Luz, el Cerebro del Mundo de otros tiempos —de la que tantas cosas había leído Alan en los libros— había sido barrido, arrollado por los siglos en su constante avanzar hacia el futuro. Los edificios no duraban eternamente.

En Zurich el joven Donnell visitó el Instituto Lexman para la Navegación Espacial, magnífico grupo de edificios construido con los fondos obtenidos de los derechos que dio la explotación del sistema de propulsión Lexman. El monumento a Alexander Lexman, el primer astronauta que puso las estrellas al alcance del hombre en el año 2337, era una bella estatua que medía 15 metros de altura.

Alan consiguió que el director del Instituto le concediera una audiencia. El despacho en que le recibió el director estaba adornado con recuerdos de aquel vuelo de prueba —que hizo época— realizado en 2338.

—Me interesa la obra de James H. Cavour — dijo Alan, que por la cara de desdén que puso su interlocutor conoció que había cometido un grave error.

—Cavour está todo lo lejos de Lexman que se puede estar, amigo mío. Cavour fue un soñador; Lexman, un valiente, un hombre de acción.

—Lexman triunfó. ¿Es que sabe usted positivamente que Cavour no triunfase?

—Es que viajar a mayor velocidad que la luz es absolutamente imposible, amigo. Es un sueño, una quimera.

—¿Quiere darme a entender que no luchan ustedes por conseguirlo?

—Los Estatutos de esta Corporación fueron redactados por el propio Lexman, y disponen y mandan que nos consagremos a la obra de conseguir perfeccionamientos en la navegación espacial. Nada preceptúan sobre sus fantasías y ensueños. No; no nos ocupamos de la hiperpropulsión en este Instituto, y no nos ocuparemos de eso en tanto permanezcamos fieles al espíritu de la obra de Alexander Lexman.

Alan estuvo a punto de decir que Lexman fue un hombre audaz, un explorador sin miedo, que no reparaba en gastos ni hacía caso de la pública opinión. Estaba claro como la luz del día que los elementos del Instituto hacía largo tiempo que se habían fosilizado. Era gastar saliva en balde discutir con ellos.

Desalentado, prosiguió el viaje y se detuvo en Viena. Fue al Teatro de la Opera a oír buena música y cantantes famosos. Max siempre había deseado ir a pasar unas vacaciones en Viena en compañía de Alan, para deleitarse con las obras de Mozart. El joven creía que tenía el deber de rendir ese homenaje al pobre Hawkes. Las óperas que vio eran muy antiguas, en realidad medievales. Recrearon su alma las dulces melodías; pero parecióle al joven que los argumentos de las óperas eran difíciles de entender.

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