Fue a ver una función de circo en Ankara, vio un partido de fútbol en Budapest y una exhibición de lucha libre con gravedad cero en Moscú. Viajó por toda la Siberia, donde pasó Cavour sus últimos años, y vio que lo que había sido un yermo helado, tierra apropiada para los experimentos con astronaves en el año 2570, era ahora una floreciente ciudad moderna habitada por cinco millones de almas. Tiempo hacía que había desaparecido el campo en que realizaba sus experimentos Cavour.
La fe de Alan en la permanente naturaleza del esfuerzo humano fue restaurada en cierto modo por su visita a Egipto, pues allí vio las pirámides, las cuales contaban muchos miles de años de edad y parecían tan permanentes como los astros.
Se halló en el África del Sur al año justo de haber abandonado la
Los cuatro meses siguientes los empleó en viajar por los Estados Unidos. Quedóse admirado contemplando el Gran Cañón y las demás bellezas del pintoresco panorama del Oeste. Al este del Misisipí era diferente el género de vida; entre la ciudad de York y Chicago pocas eran las porciones de tierra que no estuviesen pobladas.
A finales de noviembre regresó a York. Jesperson le dio la bienvenida en el aeródromo. La ausencia de Alan había durado un año. El joven tenía ya dieciocho años cumplidos y estaba algo más recio y fuerte. Del adolescente ansioso de saber que salió de la
Pero una parte de él no había mudado sino para hacer más firme la determinación que había tomado; era la parte que esperaba desvelar el secreto de la navegación a mayor velocidad que la de la luz.
Alan estaba descorazonado. Su viaje habíale revelado el hecho desagradable de que en ninguna parte de la Tierra se hacían investigaciones sobre la hiperpropulsión; las habían iniciado y las habían dejado como cosa imposible o, como los científicos de Zurich, habían condenado a muerte esa idea desde el principio.
—¿Ha encontrado lo que buscaba? — le preguntó Jesperson.
—No; a pesar de haber dado, como quien dice, la vuelta al mundo — respondió Alan. Y mirando un momento al abogado, le preguntó: —¿Cuánto dinero tengo ahora?
—Mucho. Digamos un millón trescientos mil créditos. El año pasado pude hacer algunas inversiones afortunadas.
—Mejor. Procure usted que siga aumentando mi capital. Puede que necesite eso y algo más si me decido a montar un laboratorio para hacer investigaciones y experimentos.
Pero al día siguiente por la mañana el cartero entregó a Alan un paquete. Leyó éste en la etiqueta que el remitente era Dwight Bentley, de Londres.
El joven estuvo un momento pensando quién podía ser el tal Bentley. Recordó en seguida que era el subdirector del Instituto de Tecnología de Londres, la Escuela fundada por Cavour. Una tarde del mes de enero él había tenido una larga conversación con Bentley, en la que se habló de Cavour, de la navegación espacial y de las esperanzas que él abrigaba de perfeccionar la hiperpropulsión.
Abierto el paquete, vio que contenía una carta y un libro. La carta decía:
«Londres, 3 de noviembre de 3877. »
»Apreciado señor Donnell:
»Tal vez no habrá olvidado la agradable charla que sostuvimos en este Instituto el invierno pasado, cuando usted visitó Londres. Recuerdo que mostró usted vivo interés por la vida y obra de James H. Cavour y que dijo se proponía avanzar por el camino que había iniciado Cavour.
»Hace unos días encontramos por casualidad en una de las estanterías de nuestra Biblioteca, el libro que usted buscaba con tanto afán. Me inclino a creer que el señor Cavour nos lo envió desde el laboratorio que tenía en Asia.
»Me tomo la libertad de mandárselo en la esperanza de que le ayudará a realizar su obra y acaso a triunfar al fin en su empeño.
»Le agradeceré lo devuelva a este Instituto después de haberlo leído.
«Atentamente le saluda,