Pero pagados los impuestos, los honorarios del abogado, los gastos judiciales y de entrega de la herencia y otros cien más, todavía le quedaron limpitos novecientos mil créditos. La colocación, la inversión de este capital, hecha con arreglo a los principios de una sana administración, haría aumentar cada día sus rentas. El Tribunal le nombró como tutor al abogado Jesperson, para que administrase los bienes de Alan hasta que éste alcanzase la mayoría de edad, la edad biológica de veintiún años.
El nervio de la sentencia era la edad del mozo, pues era innegable que había nacido trescientos años antes, en 3576; pero el robot-magistrado que presidió la vista zanjó la cuestión fundándose en un precedente de setecientos años, que sentaba jurisprudencia, según el cual, la edad de un astronauta, era la biológica, y no la cronológica.
El tutor, empero, no planteaba problemas a Alan. Cuando el joven conversó con Jesperson para exponerle sus futuros proyectos, díjole el abogado:
—Eso es cuenta de usted, Alan Yo le daré libertad de acción; aunque, como tutor legal que soy de usted, me reservo el derecho de poner tasa a sus gastos mientras sea menor de edad.
Le pareció bien eso a Alan. Tenía confianza en ese abogado porque se lo había recomendado Hawkes.
—Estoy conforme en eso, señor Jesperson. Y quisiera empezar a usar de esa libertad de acción desde ahora. Voy a emprender un viaje, a dar la vuelta al mundo. Y tengo plena confianza en usted, plena confianza de que velará por mis intereses.
Jesperson se echó a reír.
—Cuando vuelva será usted dos veces más rico que ahora. ¡Dinero hace dinero!
Alan empezó el viaje en la primera semana de diciembre. Antes se había pasado tres semanas sin hacer prácticamente otra cosa que trazar el itinerario. Tenía que visitar muchos lugares.
Primero, Londres, donde Cavour había residido y hecho sus primeros experimentos sobre la hiperpropulsión. Luego, Zurich, para visitar la Biblioteca del Instituto Lexman de Navegación Espacial, donde se conservaba una extensa colección de textos que trataban de esta materia. Podría ser que allí guardasen el libro de apuntes de Cavour, y si allí estaba, eso daría alguna orientación a Alan. Proponíase ir a la Siberia, donde había tenido Cavour su campo de pruebas, y de donde había venido el último comunicado antes de la inesperada desaparición del célebre científico.
No era, pues, un viaje de recreo, sino de trabajo. Pero también lo hacía por el placer de viajar, pues casi llevaba medio año viviendo en el suburbio de Hasbrouck, sin poder mudarse de allí, pese a sus riquezas, por no estar agremiado. Quería conocer el resto del planeta Tierra.
Antes de partir estuvo en una librería donde adquirió por el exorbitante precio de cincuenta créditos un ejemplar de la quinta edición de la obra de James H. Cavour:
Puso gesto de extrañeza el librero cuando el joven le pidió un ejemplar de la «Teoría de Cavour».
—No creo que lo tengamos. Pero tenga la bondad de esperar un momentito.
Desapareció el hombre y regresó al cabo de unos minutos con un libro en tan mal estado de conservación que casi ni se podía tocar. Tomólo en sus manos Alan y lo abrió por la primera página; en ella leyó lo que ya se sabía de memoria por haberlo leído tantas veces: «El actual sistema de navegación interplanetaria es tan sumamente ineficaz que…»
—Sí; esto es lo que quiero. Me lo quedo.
Llegó nuestro intrépido joven a Londres. Allí había nacido el gran Cavour hacía más de trece siglos y allí había cultivado su inteligencia. La estratonave hizo el viaje cruzando el Atlántico, en menos de tres horas. En media hora más el
Leyendo las Memorias de Cavour, el joven Donnell se había imaginado Londres como una ciudad antiquísima, triste, que apestaba a historia medieval. No podía estar más equivocado. Esbeltas torres —los edificios— de plástico y cemento le saludaban, le daban la bienvenida. Zumbaban los
Quiso ir a la calle Bayswater, para visitar la casa en que vivió Cavour, por si hallaba allí documentos interesantes. Rogó a un agente de la circulación que le dijese por donde había que pasar para ir a esa calle.
—No conozco esa calle. No la he oído nombrar nunca. Lo siento, joven. Pero puede usted preguntar a ese robot-informador que está ahí.