Y después de colgar, esas especulaciones me sirvieron de maravillosa distracción durante casi media hora antes de que la suave voz interior volviera a deslizarse en mi cerebro, insistiendo con calma en que esa noche debía ser especial.
Algo me empujó hasta la ventana, y ahí estaba de nuevo: la cara inmensa y feliz en el cielo, la luna cloqueando. Corrí la cortina y di media vuelta, recorrí todo el apartamento estancia por estancia, tocando cosas, diciéndome que debía comprobar por enésima vez si faltaba algo, sabiendo que no faltaría nada, y sabiendo también el porqué. Y en esas vueltas por el apartamento cada vez me acercaba más al escritorio del salón donde tengo el ordenador, consciente de lo que quería hacer y sin querer hacerlo, hasta que, por fin, tres cuartos de hora después, el impulso fue ya demasiado fuerte. Estaba demasiado mareado para mantenerme en pie y creí que me limitaría a dejarme caer en la butaca: estaba ahí, a mano. Pero ya que estaba allí, encendí el ordenador, y entonces...
Claro que eso no importaba. Que yo estuviera o no listo no tenía la menor importancia. Porque
Estaba casi seguro de que se trataba de él, pero sólo casi, y nunca antes había estado sólo casi seguro. Me sentí débil, embriagado, medio enfermo por una combinación de nerviosismo, incertidumbre y completo error... pero, claro, era el Oscuro Pasajero el que conducía desde el asiento de atrás, y cómo me sintiera yo a estas alturas daba igual porque él se sentía fuerte y frío, ávido y dispuesto. Lo notaba moviéndose en mi interior, deslizándose por los rincones oscuros de mi cerebro de lagarto, unos movimientos que sólo podían terminar de un modo y, siendo así, tenía que ser con éste.
Lo había encontrado unos meses atrás, pero después de un breve período de observación, había decidido que el cura era una apuesta segura y que éste podía esperar un poco más, hasta conseguir cerciorarme al cien por cien.
Qué equivocado había estado. Ahora descubría que no podía esperar más.
Vivía en una callejuela de Coconut Grove. A unas manzanas de su mugrienta casa empezaba un barrio negro de clase baja, con barbacoas e iglesias decrépitas. A un kilómetro en dirección opuesta, los millonarios vivían en inmensas mansiones y construían muros de coral para mantener alejadas a personas como él. Pero Jamie Jaworski estaba justo en el centro, en una casa que compartía con un millón de escarabajos peloteros y con el perro más feo que hubiera visto en mi vida.
A pesar de todo, esa casa seguía estando por encima de sus posibilidades. Jaworski trabajaba como bedel a tiempo parcial en el instituto Ponce de León, y por lo que yo sabía ésa constituía su única fuente de ingresos. Trabajaba tres días por semana, lo que le habría dado lo justo para vivir, pero no mucho más. Claro que a mí no me interesaban sus finanzas precisamente. Sí estaba muy interesado en el hecho de que hubiera aumentado sustancialmente el número de niñas que asistían al Ponce de León y decidían fugarse desde que Jaworski empezó a trabajar allí. Todas de unos doce o trece años. Todas rubias.
Rubias. Era importante. Por alguna razón es la clase de dato que la policía suele pasar por alto, pero que siempre llama la atención a alguien como yo. Quizá no pareciera políticamente correcto: las niñas de pelo y piel morena deberían tener las mismas oportunidades de ser secuestradas, violadas y después destrozadas frente a una cámara, ¿no creen?
Y Jaworski, cosas de la vida, siempre parecía ser el último en ver a las niñas. La policía había hablado con él, lo habían retenido una noche entera en comisaría para interrogarlo, pero no habían podido cargarle nada. Claro que ellos debían cumplir ciertos requisitos legales. La tortura, por ejemplo, solía no estar muy bien vista últimamente. Y sin unas buenas dotes de persuasión, Jamie Jaworski nunca iba a confesar su hobby. Yo sabía que no lo haría.
Pero también sabía que era cosa suya. Estaba embarcando a esas niñas en una carrera cinematográfica fugaz y letal. Yo estaba casi seguro. No había encontrado ningún cuerpo ni le había visto hacerlo, pero todo cuadraba. Y conseguí encontrar por Internet algunas imaginativas fotos de tres de las niñas desaparecidas. No puede decirse que sonrieran a la cámara precisamente, aunque, por lo que me han contado, la mayor parte de las cosas que hacían en esas imágenes solían provocar satisfacción.
No podía conectar de modo inequívoco a Jaworski con las fotos. Pero la dirección de correo estaba en South Miami, a pocos minutos del colegio. Y él vivía por encima de sus posibilidades. Y en cualquier caso, desde el asiento de atrás, alguien me recordaba que me había pasado de tiempo, que éste no era un caso en el que la plena certeza fuera demasiado importante.