Pero aquel perro feo me molestaba. Los perros siempre constituían un problema. No les gusto, y a menudo desaprueban lo que hago a sus dueños, sobre todo porque no suelo compartir los trozos con ellos. Tenía que encontrar el modo de esquivar al perro y llegar a Jaworski. Quizá saliera él. Si no, tendría que hallar el modo de entrar. Pasé tres veces por delante de su casa, pero no se me ocurrió nada. Necesitaba un golpe de suerte, y lo necesitaba antes de que el Oscuro Pasajero me obligara a hacer algo apresurado. Y justo cuando mi querido amigo empezaba a susurrar sugerencias imprudentes, la suerte llamó a mi puerta. Jaworski salió de su casa y se montó en su desvencijada camioneta Toyota de color rojo. Reduje la velocidad tanto como pude, y un momento después él dio marcha atrás y condujo su vehículo hacia Douglas Road. Di media vuelta y lo seguí.
No tenía idea de cómo iba a hacerlo. No estaba preparado. No tenía ningún espacio habilitado, ni ropa limpia, nada excepto un rollo de cinta y un cuchillo para la carne debajo del asiento. Tenía que ser invisible, inadvertido y perfecto, y no sabía cómo. Odiaba improvisar, pero tampoco me quedaba elección.
Una vez más la suerte me vino de cara. Jaworski se dirigía hacia el sur por la carretera de Old Cutler y había poco tráfico; tras unos tres kilómetros giró a la izquierda en dirección a la playa. Otra gran obra iba a mejorarnos la vida a todos transformando árboles y animales en cemento y ancianos de Nueva Jersey. Jaworski avanzó lentamente entre las obras, pasó el medio campo de golf con las banderas en su sitio y sin hierba hasta casi llegar al agua. El armazón de un gran edificio de apartamentos a medio construir ocultó la luna. Me quedé alejado, apagué los faros y luego avancé un poco para ver en qué andaba metido mi muchachote.
Jaworski se había metido entre las obras del edificio de apartamentos y había aparcado. Salió y se quedó entre la furgoneta y una gran montaña de arena. Por un momento se dedicó a mirar a su alrededor, y aproveché para aparcar en el arcén y apagar el motor. Jaworski se quedó mirando los apartamentos y después la carretera que bajaba hasta el agua. Con aspecto satisfecho entró en el edificio. Yo habría asegurado que buscaba a un guardia. También yo. Esperaba que hubiera hecho los deberes. La mayoría de las veces, en estos enormes parajes, hay un guardia montado en un carro de golf que va de un sitio a otro. Supone un ahorro de dinero y, al fin y al cabo, estamos en Miami. Parte de los gastos generales de cualquier proyecto lo constituye el material que se espera que desaparezca poco a poco. Intuía que lo que pretendía Jaworski era que las expectativas del constructor no quedaran defraudadas.
Bajé del coche y deslicé el cuchillo y la cinta aislante en una bolsa barata que había traído conmigo. En ella ya había guardado unos guantes de goma para jardín y unas cuantas fotos, no muchas. Sólo muestras que me había bajado por Internet. Me colgué la bolsa al hombro y me moví con cautela a través de la noche hasta llegar a su apestosa camioneta. La parte trasera estaba tan vacía como la cabina. El piso, lleno de montañas de vasos y envoltorios del Burger King y paquetes de Camel vacíos. Nada que no fuera pequeño y sucio, como el propio Jaworski.
Levanté la vista. Sobre el borde del medio edificio sólo se veía el brillo de la luna. Una ráfaga de viento nocturno me azotó la cara, trayendo consigo todos los aromas encantadores de nuestro paraíso tropical: aceite diesel, vegetación podrida y hormigón. Inhalé profundamente y volví a concentrarme en Jaworski.
Estaba en algún lugar del interior de la obra. No sabía de cuánto tiempo disponía, y una vocecilla me impelía a darme prisa. Dejé la furgoneta y entré en el edificio. Le oí nada más cruzar la puerta. O, mejor dicho, llegó a mis oídos un extraño zumbido vibrante que tenía que ser él, o...
Me detuve. El sonido procedía de un lado y hacia él me dirigí de puntillas. Un cable bajaba por la pared, un conducto de electricidad. Lo toqué y lo sentí vibrar, como si algo dentro de él estuviera moviéndose.
Se me encendió una luz en el cerebro. Jaworski estaba arrancando el cable. El cobre era muy caro, y existía un mercado negro para él en cualquiera de sus formas. Era un modo más de complementar el magro sueldo de un bedel, y ayudaba a cubrir los prolongados períodos de escasez entre una joven y otra. Se sacaría varios cientos de dólares por una carga de cobre.
Ahora que ya sabía qué hacía, una idea empezó a formarse en mi cerebro. Por el sonido, debía de estar en algún lugar encima de mí. Podía detectarlo con facilidad, vigilarlo hasta que llegara el momento y luego abalanzarme sobre él. Pero aquí me encontraba prácticamente desnudo, expuesto y sin preparación. Estaba acostumbrado a hacer estas cosas de un cierto modo. Salirme de mis estrechos cauces me ponía muy nervioso.
Un ligero escalofrío me recorrió la columna. ¿Por qué hacía esto?