La respuesta rápida, claro, fue que no era yo quien lo hacía, sino mi querido amigo del asiento de atrás. Yo estaba allí sólo porque tenía carné de conducir. Pero él y yo habíamos llegado a un acuerdo. Habíamos alcanzado una coexistencia atenta y equilibrada, un modo de convivir, a través de la solución aportada por Harry. Y ahora él estaba rebasando las firmes y hermosas líneas de tiza dibujadas por Harry. ¿Por qué? ¿Ira? ¿La invasión de mi casa constituía un ultraje tal que lo movía a atacar como venganza?
No estaba enfadado conmigo: como de costumbre, parecía frío, tranquilamente divertido, ávido ante su presa. Y yo tampoco estaba enojado. Me sentía... medio borracho, alto como una cometa, bordeando el filo de la euforia, tambaleándome a través de una serie de ondas internas que se parecían sospechosamente a lo que yo siempre había pensado que debían de ser las emociones. Y la ansiedad me había llevado hasta este lugar peligroso, sucio e imprevisto, para hacer algo en el frenesí del momento que hasta ahora siempre había planeado con sumo cuidado. Y, pese a saber todo esto, seguía deseando hacerlo. Tenía que hacerlo.
Muy bien. Pero no había necesidad de hacerlo sin ropa. Miré a mí alrededor. Un gran montón de planchas de yeso se apilaba en un rincón de la sala, envueltas en film plástico. En un momento me había hecho un delantal y una extraña máscara transparente con el plástico; nariz, boca y ojos rasgaron sendos orificios que me permitían respirar, hablar y ver. La tensé con fuerza, sintiendo cómo transformaba mis rasgos en algo irreconocible. Retorcí los extremos detrás de la cabeza e hice un torpe nudo al plástico. Anonimato perfecto. Podía parecer una bobada, pero me había acostumbrado a cazar llevando una máscara. Y dejando a un lado la compulsión neurótica de hacer las cosas bien, se trataba simplemente de algo menos de lo que preocuparse. Me provocaba una cierta tranquilidad, así que sólo por eso ya era una buena idea. Saqué los guantes de la bolsa y me los puse. Ya estaba listo.
Encontré a Jaworski en el tercer piso, con una montaña de cable eléctrico enrollado a sus pies. Me mantuve en la penumbra de la escalera y le observé mientras tiraba del cable. Retrocedí en el rellano y abrí la bolsa. Con ayuda de la cinta adhesiva colgué las fotos de las niñas que había traído conmigo. Dulces fotos de niñas desaparecidas, en una variedad de posturas encantadoras y sumamente explícitas. Las pegué a los muros de hormigón donde Jaworski tendría que verlas al ir de la puerta a las escaleras.
Volví a mirar a Jaworski. Tiró de otros veinte metros de cable, pero de repente éste se quedó encallado y ya no salió más. Jaworski tiró dos veces, después sacó unas gruesas tijeras del bolsillo trasero y cortó el cable. Recogió el que había a sus pies y se lo enrolló alrededor del antebrazo, hasta formar un anillo tenso. Después se dirigió hacia las escaleras, hacia mí...
Di un paso atrás y aguardé.
Jaworski no pretendía ir con cuidado. No esperaba interrupción alguna, y desde luego no me esperaba a mí. Oí sus pasos y el pequeño zumbido del cable que colgaba tras él. Más cerca...
Cruzó la puerta y pasó ante mí sin advertir mi presencia. Y entonces vio las fotos.
—¡Mierda! —exclamó, como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en el estómago. Se quedó mirándolas, boquiabierto, incapaz de moverse, y entonces aparecí por su espalda y le apoyé el cuchillo en la garganta.
—No te muevas ni hagas el menor ruido —dijimos.
—¿Hey, qué es...? —dijo él.
Giré levemente la muñeca y le clavé el cuchillo en el cuello, justo bajo la barbilla. Emitió un gemido al mismo tiempo que un desagradable y pequeño chorro de sangre manaba de la herida. Completamente innecesario. ¿Por qué la gente se empeña en no escuchar?
—Te he dicho que no hagas el menor ruido —le dijimos, y entonces sí que se calló.
Y a partir de ese momento los únicos sonidos fueron el rasgado de la cinta adhesiva, la respiración de Jaworski, y el cloqueo tranquilo del Oscuro Pasajero. Le sellé la boca, utilicé parte del preciado cable de cobre para atarle las muñecas y lo empujé sobre otra pila de planchas de yeso envueltas en plástico. En sólo unos minutos le tenía tumbado sobre la mesa del taller, convenientemente sujeto.
—Charlemos un rato —dijimos, con la voz fría y amable del Oscuro Pasajero. No sabía si le estaba permitido hablar, y de todos modos la cinta aislante se lo habría puesto difícil, de modo que optó por seguir en silencio.
—Charlemos un rato sobre chicas que se escapan —dijimos, arrancándole la cinta aislante de la boca.
—¡Ayyy! ¿Qué...? ¿A qué te refieres? —dijo, aunque no en un tono demasiado convincente.
—Creo que ya sabes a qué me refiero —le replicamos.
—Pues no...
—Pues sí.
Iba de listo. Se me acababa el tiempo, la noche estaba a punto de terminar. Pero se puso chulo. Me miró a la cara.
—¿De qué vas? ¿Acaso eres poli o algo así? —preguntó.