Y en su lugar, me había arriesgado a que me cogieran. A que me vieran. Imbécil, imbécil: de no haber oído a tiempo al guardia de seguridad quizá me habría visto obligado a matarle. Matar violentamente a un joven inocente; tenía casi la absoluta certeza de que Harry lo desaprobaría. Y, además, había sido tan sucio y desagradable...
Aún no estaba a salvo, por supuesto: cabía la posibilidad de que el guardia hubiera anotado el número de matrícula de mi coche si había pasado por delante en su carrito de golf. Había corrido riesgos absurdos y terribles, había ido en contra de todos mis métodos, me había jugado la vida que con tanto esmero me había construido... ¿Y para qué? ¿La mera emoción de matar? Debía avergonzarme. Y en lo más profundo de la oscuridad de mi mente el eco dijo,
Tomé aire con fuerza y me miré la mano que llevaba el volante. Pero había sido
Aunque no es que fuera a haber una próxima vez, desde luego que no. No volvería a cometer otra locura impulsiva de ese calibre. Nunca. Pero por una vez... había sido divertido.
No importaba. Me iría a casa y me tomaría una ducha excepcionalmente larga, y cuando terminara...
Con todo esto en la cabeza, ¿para qué necesitaba a Rita precisamente ahora?
Pero iría, claro. Y, por supuesto, también podía servir de humilde coartada en caso de que necesitara una para mi aventura con el pequeño bedel. «Inspector, ¿cómo puede pensar que yo...? Además, a esa hora estaba discutiendo con mi novia. Bueno, con mi ex novia, en realidad.» Porque en mi interior no albergaba la menor duda de que Rita quería... ¿Qué expresión usaban todos para describir esto últimamente? ¿Dar puerta? Sí, Rita quería que nos viéramos para darme puerta. Y para destacar algunos rasgos importantes de mi personalidad, dándoles el énfasis emocional correspondiente, precisaba hacerlo en persona.
Dado que así estaban las cosas, me tomé un minuto extra para asearme. Di un rodeo hacia Coconut Grove y aparqué en el lado más lejano del puente que cruzaba el canal. Debajo fluía una intensa corriente de agua. Cogí un par de rocas de coral de los árboles que había al borde del canal, las metí en la bolsa de lona, que ya estaba llena con el plástico, los guantes y el cuchillo, y lo lancé todo con fuerza al fondo.
Realicé otra parada en un parque pequeño y oscuro muy cercano a la casa de Rita, donde me lavé con esmero. Debía estar pulcro y presentable: recibir los improperios de una mujer furiosa debía abordarse como una cita semiformal.
Pero imaginen mi sorpresa cuando llamé a su puerta unos minutos más tarde. No abrió la puerta de par en par ni empezó a lanzarme muebles y a insultarme. De hecho, la abrió lentamente, con cuidado, casi escondiéndose detrás, como si estuviera mortalmente asustada de lo que la aguardaba al otro lado. Y, teniendo en cuenta que quien la aguardaba era yo, esto suponía una extraña muestra de sentido común.
—¿Dexter? —dijo ella, con voz dulce, tímida, como si no estuviera del todo segura de si quería que la respuesta a esa pregunta fuera sí o no—. Creí que... que no vendrías.
—Y sin embargo aquí estoy —dije para animarla.
La pausa que siguió fue bastante más larga de lo necesario. Por fin, entreabrió la puerta y un poco más y dijo:
—¿Te... te importa entrar? ¿Por favor?