Con diecinueve años lo cierto es que yo ignoraba la respuesta, aunque ya sabía más sobre la muerte que la mayoría del resto de estudiantes de segundo año que, con las caras llenas de granos y el cerebro de hormonas, asistían conmigo a la Universidad de Miami.
Y un hermoso otoño, tras la clase de química, cuando cruzaba el campus hacia la asociación de estudiantes, Deborah apareció a mi lado.
—Deborah —grité, creyendo usar mi mejor tono universitario—, vamos a tomarnos una coca—cola.
Harry me había aconsejado que me uniera a la asociación y bebiera coca—cola. Me había dicho que eso me ayudaría a pasar por humano, y aprender cómo se comportaba el resto de la especie. Y, por supuesto, tenía razón. A pesar del daño que causaba a mis dientes, estaba aprendiendo muchas cosas sobre ese desagradable grupo.
Deborah, ya demasiado seria a los diecisiete años, sacudió la cabeza.
—Es papá —dijo.
Poco después nos dirigíamos al hospital donde habían ingresado a Harry. La hospitalización no era una buena noticia. Significaba que los médicos decían que Harry estaba listo para morir, y sugerían que lo mejor que podía hacer era colaborar.
Cuando llegamos, Harry no hacía buena cara. Tenía el semblante tan verdoso e inmóvil que pensé que habíamos llegado demasiado tarde. Su prolongada lucha contra la enfermedad le había dejado flaco y demacrado, como si algo lo estuviera devorando por dentro. El respirador que tenía al lado emitió un silbido, un sonido a lo Darth Vader desde una tumba viviente. En sentido estricto, Harry estaba vivo.
—Papá —dijo Deborah, tomándole de la mano—. Dexter está aquí. Harry abrió los ojos y la cabeza rodó hacia nosotros, casi como si una mano invisible la hubiera empujado desde el extremo opuesto de la almohada. Pero ésos no eran los ojos de Harry. Eran fosos azules y tenebrosos, huecos vacíos, deshabitados. El cuerpo de Harry quizás estuviera vivo, pero él no estaba en casa.
—No está bien —dijo la enfermera—. Ahora sólo intentamos que no sufra. —Y se concentró en coger una larga aguja hipodérmica de una bandeja, a llenar la jeringuilla y a sostenerla erguida para expulsar la burbuja de aire.
—Espere... —Fue tan débil que al principio creí que se trataba del respirador. Recorrí la habitación con la mirada y por fin posé la vista en lo que quedaba de Harry. Tras el vacío oscuro de sus ojos brillaba una pequeña chispa—. Espere... —repitió, señalando a la enfermera.
Ella no le oyó, o bien optó por no hacerle caso. Avanzó hacia su lado y levantó con cuidado aquel brazo seco, empezando a frotarlo con un poco de algodón.
—No... —musitó Harry, de forma casi inaudible.
Miré a Deborah. Parecía la representación perfecta de la incertidumbre formal. Volví a mirar a Harry. Sus ojos atraparon los míos.
—No... —repitió, y ahora sus ojos reflejaban algo muy cercano al terror—. La inyección... No...
Di un paso adelante y detuve el brazo de la enfermera, justo antes de que clavara la aguja en la vena de Harry.
—Espere —dije. Me miró, y por una minúscula fracción de segundo algo brilló en sus ojos. Casi retrocedí al verlo. Se trataba de una ira fría, un sentido inhumano, reptil, de los deseos propios, la creencia de que el mundo era su terreno de juego. Fue sólo un resplandor, pero no me cabía duda. Quería clavarme la aguja en el ojo por interrumpirla. Quería hundírmela en el pecho y retorcerla hasta sacarme las costillas, hasta reventarme el corazón y sostenerlo en sus manos para estrujarlo, retorcerlo y arrancarme hasta el último soplo de vida. Era la mirada de un monstruo, de un cazador, de un asesino. De un depredador, un ser malvado y sin alma.
Como yo.
Pero la sonrisa automática volvió muy deprisa.
—¿Qué pasa, cielo? —dijo, siempre tan dulce, tan perfecta y tan profesional. La Última Enfermera.
La lengua casi no me cabía en la boca y creo que tardé varios minutos en contestar, pero por fin me las arreglé para decir:
—No quiere que le pongan esa inyección.
Ella volvió a sonreír, un hermoso gesto que dio a su rostro un aire de sabia bendición.
—Tu papá está muy enfermo —dijo—. Siente mucho dolor. —Sostuvo la aguja erguida y un rayo de luz melodramático, procedente de la ventana, la hizo resplandecer. La aguja centelleó como si fuera su Santo Grial particular—. Necesita una inyección.
—Pero no la quiere —dije.
—Está sufriendo mucho.
Harry dijo algo que no alcancé a oír. Mi mirada se enfrentó con la de la enfermera, dos monstruos luchando por la misma carne. Sin apartar los ojos de ella me incliné hacia Harry.
—QUIERO... el dolor —dijo Harry.
Esto me hizo mirarle. Detrás de aquel esqueleto viviente, al abrigo de aquella hendidura que de repente parecía demasiado grande para su cabeza, Harry había vuelto y estaba luchando contra la niebla. Asintió, llevó la mano muy despacio hacia la mía y la apretó.
Volví a mirar a la Ultima Enfermera.
—Quiere el dolor —le dije, y escondido en el fruncimiento de cejas, en la arrogante sacudida de la cabeza, escuché el bramido de la bestia salvaje observando cómo la presa se le escurría por la madriguera.